mércores, 29 de outubro de 2014

Un mundo feliz


Un mundo feliz es posiblemente la novela más leída de Huxley, y su influencia es evidente tanto en buena parte de la novela de ciencia ficción de calidad como en las novelas filosóficas. Presenta un mundo en el que el Estado controla hasta el más mínimo detalle de la vida de los individuos, a los que mantiene en una ignorancia, producto de un depurado "lavado de cerebro". Más tarde el autor escribiría "Nueva visita a un mundo feliz", donde analizaría lo que había escrito años antes y sacaría conclusiones muy distintas sobre el destino de la humanidad.(Presentación editorial)


Mr. Foster se quedó en la Sala de Decantación. El D.I.C. y sus alumnos entraron en el ascensor más próximo, que los condujo a la quinta planta.Guardería infantil. Sala de Condicionamiento Neo-Pavloviano, anunciaba el rótulo de la entrada.

El director abrió una puerta. Entraron en una vasta estancia vacía, muy brillante y soleada, porque toda la pared orientada hacia el Sur era un cristal de parte a parte. Media docena de enfermeras, con pantalones y chaqueta de uniforme, de viscosilla blanca, los cabellos asépticamente ocultos bajo cofias blancas, se hallaban atareadas disponiendo jarrones con rosas en una larga hilera, en el suelo. Grandes jarrones llenos de flores. Millares de pétalos, suaves y sedosos como las mejillas de innumerables querubes, pero de querubes, bajo aquella luz brillante, no exclusivamente rosados y arios, sino también luminosamente chinos y también mejicanos y hasta apopléticos a fuerza de soplar en celestiales trompetas, o pálidos como la muerte, pálidos con la blancura póstuma del mármol.
Cuando el D.I.C. entró, las enfermeras se cuadraron rígidamente.


—Coloquen los libros —ordenó el director.

En silencio, las enfermeras obedecieron la orden. Entre los jarrones de rosas, los
libros fueron debidamente dispuestos: una hilera de libros infantiles se abrieron
invitadoramente mostrando alguna imagen alegremente coloreada de animales, peces
o pájaros.

—Y ahora traigan a los niños.
Las enfermeras se apresuraron a salir de la sala y volvieron al cabo de uno o dos
minutos; cada una de ellas empujaba una especie de carrito de té muy alto, con cuatro
estantes de tela metálica, en cada uno de los cuales había un crío de ocho meses. Todos
eran exactamente iguales (un grupo Bokanowsky, evidentemente) y todos vestían de
color caqui, porque pertenecían a la casta Delta.
—Pónganlos en el suelo.
Los carritos fueron descargados.
—Y ahora sitúenlos de modo que puedan ver las flores v los libros.
Los chiquillos inmediatamente guardaron silencio, y empezaron a arrastrarse hacia
aquellas masas de colores vivos, aquellas formas alegres y brillantes que aparecían en
las páginas blancas. Cuando ya se acercaban, el sol palideció un momento, eclipsándose tras una nube. Las rosas llamearon, como a impulsos de una pasión interior; un nuevo y profundo significado pareció brotar de las brillantes páginas de los libros. De las filas de críos que gateaban llegaron pequeños chillidos de excitación, gorjeos y ronroneos de placer.


24

El director se frotó las manos.
—¡Estupendo! —exclamó—. Ni hecho a propósito.
Los más rápidos ya habían alcanzado su meta. Sus manecitas se tendían,inseguras,palpaban, agarraban, deshojaban las rosas transfiguradas, arrugaban las páginas
iluminadas de los libros. El director esperó verles a todos alegremente atareados.
Entonces dijo:
—Fíjense bien.
La enfermera jefe, que estaba de pie junto a un cuadro de mandos, al otro extremo
de la sala, bajó una pequeña palanca. Se produjo una violenta explosión. Cada vez más
aguda, empezó a sonar una sirena. Timbres de alarma se dispararon, locamente.
Los chiquillos se sobresaltaron y rompieron en chillidos; sus rostros aparecían
convulsos de terror.
—Y ahora —gritó el director (porque el estruendo era ensordecedor)—, ahora
pasaremos a reforzar la lección con un pequeño shock eléctrico.
Volvió a hacer una señal con la mano, y la enfermera jefe pulsó otra palanca. Los
chillidos de los pequeños cambiaron súbitamente de tono. Había algo desesperado, algo
casi demencial, en los gritos agudos, espasmódicos, que brotaban de sus labios. Sus
cuerpecitos se retorcían y cobraban rigidez; sus miembros se agitaban bruscamente,
como obedeciendo a los tirones de alambres invisibles.
—Podemos electrificar toda esta zona del suelo —gritó el director, como explicación—.
Pero ya basta.
E hizo otra señal a la enfermera.
Las explosiones cesaron, los timbres enmudecieron, y el chillido de la sirena fue
bajando de tono hasta reducirse al silencio. Los cuerpecillos rígidos y retorcidos se
relajaron, y lo que había sido el sollozo y el aullido de unos niños desatinados volvió
a convertirse en el llanto normal del terror ordinario.
—Vuelvan a ofrecerles las flores y los libros.
Las enfermeras obedecieron; pero ante la proximidad de las rosas, a la sola vista de
las alegres y coloreadas imágenes de los gatitos, los gallos y las ovejas, los niños se
apartaron con horror, y el volumen de su llanto aumentó súbitamente.
—Observen —dijo el director, en tono triunfal—. Observen.
Los libros y ruidos fuertes, flores y descargas eléctricas; en la mente de aquellos
niños ambas cosas se hallaban ya fuertemente relacionadas entre sí; y al cabo de
doscientas repeticiones de la misma o parecida lección formarían ya una unión
indisoluble. Lo que el hombre ha unido, la Naturaleza no puede separarlo.
—Crecerán con lo que los psicólogos solían llamar un odio instintivo hacia los libros
y las flores. Reflejos condicionados definitivamente. Estarán a salvo de los libros y de
la botánica para toda su vida.

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