Aunque de lo que voy a escribir se pueda traslucir que la muerte me impresiona o me causa dolor, he de decir ya, sin más preámbulos, que en absoluto. Es un tema que me deja indiferente. No tengo prisa por sucumbir a las Moiras y tampoco afanes de perpetuidad.
En Holanda, país pionero en la legalización de la eutanasia, pretendieron ir un poco más allá de esta: su objetivo, analizado en su parlamento y no llevado a cabo por cuestiones, imagino, ético-morales-coyunturales, consistía en la promulgación de una ley por la cual, las personas de edad avanzada (mayores de 70 años), en buen estado mental, dueños de sus designios, con pleno conocimiento y conciencia de las decisiones que toman, que no deseasen seguir viviendo porque habían cubierto su ciclo vital, podrían tener una muerte asistida y digna (con una simple pastilla (los medios de comunicación incluso le habían dado nombre: Drion)).
Aclaro: no hablaban solo de personas
enfermas, con diagnósticos inapelables, (im)pacientes con dolencias sistémicas para las que las medidas
paliativas ya no son suficientes (50ml de morfina hoy y 150 dentro de un mes), seres enérgicos y vitales, como
Ramón Sampedro, que, por mor de un accidente en el mar, precisan constante ayuda para cualquier mínima
acción que quieran o necesiten acometer, sin una vida propia sino intervenida; como Stephen Hawking, sumido
durante 40 años en una silla de ruedas por causa de la ELA que, convertido en gurú de la ciencia por su
preclara inteligencia y relevancia intelecto-social-cultural-mediática (corrigió a Einstein con una frase
memorable: aquel dijo Dios no juegas a
los dados con el hombre y él contestó
Sí lo hace, pero los lanza lejos de
nuestro alcance), contaba con todos los medios posibles para comunicar sus luminosas ideas a sus
ayudantes y al mundo en general.
No, hablaban de seres humanos cansados de lidiar con las desdichas y los
dolores y los sinsabores del fracaso o del éxito elusivo, mujeres y hombres que hubiesen disfrutado los
honores de la belleza y la inteligencia, la cultura y la sabiduría, artistas, como Juan Adrianséns, que lo han sido todo
(pintores reputados, historiadores iluminados, comunicadores ensalzados, interlocutores subyugantes) que, un mal día, tras un achaque,
comienzan a ver cómo su calidad de vida mengua hasta casi convertirse en
una pesadilla en la que se encadenan síntomas dramáticos, una amputación, etc., un leve rescoldo de vida cuyo recuerdo no cubre un mínimo de las expectativas urdidas en algún momento.
Michel Houellebecq, eximio escritor
francés, polémico y sagaz, grandilocuente y provocador, rotundo en sus pronósticos y en sus
análisis etiológicos, analiza en su último ensayo, Serotonina, (no me veo capaz de llamarla novela, me parece mucho
más una reflexión inapelable e irrefutable e irritante pero en absoluto ajena a la realidad) lo duro que
puede resultar seguir levantándose cada día para ciertos individuos aquejados de la nada, de la abulia de las
10 horas buscando algo desesperadamente para no hundirse en la depresión
más infausta, de la ausencia
de amistades con las que compartir ese rato de evasión o de pasión o de raciocino o de frenesí imprescindible
para no sucumbir a la demencia, de la carencia de afectos, de guiños cómplices, de mimos, de sonrisas tiernas,
de una mano dulce acariciando su frente, de un regazo en el que acomodar
la cabeza tras un grande esfuerzo, de un brazo sólido pero muelle donde apoyarse al levantarse de la enésima
caída, de ese báculo donde depositar parte de su peso para que no recaiga todo sobre unos pies con ampollas, sabañones, callosidades,
uñas encarnadas.
Y yo, cuando leí esa noticia, con la
simplicidad con que mi caletre trabaja,
solo pude decir: ¡Qué desatino!
Con lo buena que están el rodaballo
a la vizcaína y las manitas de cerdo con changurro. No, no me conturba la idea de fallecer ni tampoco me excita pensar en un clon o neohumano que reivindique mi espíritu. La otra parte, el dolor, la insania,
no caben en mi magín.
¿Por
qué nos gusta la literatura? ¿Qué
entresijos misteriosos, místicos, etéreos atesoran las páginas de los libros para que lleguen a fascinarnos
de tal modo que asumimos su verdad como vital y necesaria y arrumbamos
en un rincón la realidad cotidiana por pacata y meliflua? ¿Hay algún resorte en
nuestro cerebro que, tal como le sucedió a Arquímedes cuando,
impelido por una fuerza enajenante, salió de su bañera gritando a todos los siracusanos
que quisieran escucharlo ¡Eureka!, nos provoca una especie de siringa (con esta palabra ya comienzo a vislumbrar una
razón para ese encandilamiento) al hallar palabras, ideas, aconteceres, historias, vivencias,
absolutamente subyugantes, inéditas a nuestro imaginar, inauditas para nuestros
oídos acostumbrados a un día a día posiblemente anodino
y excesivamente circunspecto o, tal vez, erráticamente
frenético y ruidoso, o, quizá, absolutamente plano e impersonal?
Es triste oír o leer a gente que debería deslumbrar con su vitalidad y alegría e ilusión exclamando lo que peor llevo de la semana es el tiempo
entre el domingo
y el sábado. Como a esta pregunta
tan abstracta que implica entenderes, creencias, conocimientos,
emociones, sensaciones ajenas (aunque asumo la frase de Nada del hombre
me es ajeno he
de reconocer que apenas la llevo a la práctica y vivo el ni una mala palabra ni una buena
acción) no soy capaz de darle respuesta, voy a intentar
analizarla cambiando el nos por un me.
El primer libro que conservo en mi
memoria me lo regaló mi abuelo, el Patriarca, hace tanto que solo recuerdo el hecho, el autor, el título, la
historia allí narrada, el placer que provocó en mi imaginación, la inquebrantable vocación que surgió de
aquella lectura (Mamá, voy
a ser cirujano
cardiaco), el dolor con los
quebrantos emocionales y profesionales de Christian
Barnard, médico sudafricano que realizó el primer trasplante de corazón. Había en su interior hojas satinadas con
fotografías de su familia, de su equipo del hospital,
de la cónyuge de su paciente, Joseph Washkanky, en un coche largo, gris (las
imágenes eran en blanco y negro así
que me dejo guiar por la apariencia), desmadejada en su asiento, quebrada por
el llanto y la irrefrenable pena
porque sabe que su esposo no sobrevivirá a la operación (aunque este, al
despertar, dijese, uah, qué bien me encuentro), la
sensación de expectación lancinante con que el departamento vive esos instantes, la obsesión porque el paciente
resista, el caviloso
paseo donde solo hay dos palabras: ¿Qué falló?
Y, tras este éxito-fracaso (el corazón pulmón que habían
desarrollado había funcionado bien pero, a pesar de las múltiples operaciones previas con animales, algo no fueron
capaces de prever)
el siguiente operado
vive cerca de dos años, corrigen las deficiencias previas, tienen el
mismo esmero que antes pero, también, el conocimiento
de los fallos que hubiesen podido tener. Y, hoy en día, esos problemas
cardiacos, aunque siguen siendo graves,
gracias a la bondad que mostramos los seres humanos
(aunque en otros
aspectos (Hobbes dice) seamos demonios
para nosotros), hay donaciones que permiten aliviar
el dolor de muchas familias
y, tal vez, a las familias de
los donantes les permita restañar su llanto sabiendo que su hija o su hermano o
su padre viven en otra persona,
ayudan a vivir a otra persona, continúan su existencia con nuevas perspectivas, alegrías y, ¿por qué no?, sinsabores.
Historias de superación, de aprendizaje, de estímulo, de no te rindas, persevera, lo que ahora no funciona puede
que, más tarde, sí lo haga. He ahí una razón de la lectura: emocionarte con las acciones (y
exacciones) de los demás y detectar actitudes plausibles (para emular) y ominosas
(para repudiar).
Desde
muy chico fui seguidor incondicional de los cómics de la editorial
Marvel (léase, ciencia-ficción). Y en ese mundo fascinante de visionarios, luminosos creativos,
irredentos iconoclastas, imágenes vibrantes,
escenas grandiosas, espacios
eternos, mundos bellos
con varios astros
girando derredor, surge otra persona
que marcó mi mocedad (y me siguió acompañando hasta la semana pasada). Miquel Barceló, catedrático de ingeniería en la UPC, nos puso en bandeja
todos los títulos de ciencia-ficción que se publicaban en el mundo en connivencia con la editorial Bruguera
(Mortadelo y Filemón,
etc) con la creación de la sección
Nova. Allí comenzamos a amar
a Isaac Asimov (cuya creación LA FUNDACIÓN (sí, en mayúsculas) está
siendo revisitada como serie (y, a mi
parecer, de forma digna) en AppleTv), a Poul
Anderson, a Ray Bradbury, a Arthur C.Clarke, a Dan Simmons,
a Greg Bear, a Orson Scott Card, a Lois McAllister Bujold, a... Tal vez si no hubiese habido
buena literatura de este tipo (desdeñable para muchos como panfletos con un mucho de
imaginación caleidoscópica (como si esto fuese un demérito o un mérito menor) y
un muy poco de buena prosa) yo no
sería un tan fervoroso amante de los libros. Conocer, con el discurrir del
tiempo, a escritores como George Benford o Liu Cixin o Ursula K. Le
Guin enriquece las glándulas (si no las hay deberíamos desarrollarlas) sensitivas e imaginativas
aunque la persona no sea especialmente impresionable y excitable. Barceló murió el pasado
23 de este mes, dejando
un hueco difícil
de llenar pues su conocimiento acerca del género
era casi absoluto
y, salvo continuar con los autores
por él descubiertos, no atisbo
alternativa en el panorama
actual para hallar nuevos valores literarios en ese contexto. Con la literatura
descubres el metaverso antes de que Zuckerberg ponga las manos en un terminal.
Y, ¡cómo no!, en el año 1986, en la librería Cantón
de Ferrol, ciudad en la que vivía en aquella época, husmeando en los atestados anaqueles seguramente desorganizados
aposta, para que la gente hurgase y abandonase sus cómodas y habituales posiciones estilísticas, encontré un libro de pasta dura, recién editado
me dice el dueño, con más de 600 páginas. Siempre me guío de las
contraportadas (así me convertí en forofo incondicional de Luis Landero, de Haruki Murakami,
de Michele Houellebecq, de Mario Vargas Llosa, de...)
y esta me subyugó: un joven inglés, en el siglo XI, viaja a Persia para
aprender todo lo que pueda del médico más renombrado del mundo: Ibn Sina, conocido como Avicena. Aunque hoy no soy un amante de ese tipo de literatura histórica (salvo obras extraordinarias como La
isla del día de antes de Umberto
Eco u Opus Nigrum o Memorias
de Adriano de Marguerite Yourcenar o El escarabajo de Manuel Mujica Lainez), sigo, cada año, tomando mi viejo ejemplar y deleitándome
con las palabras de Noah Gordon, también fallecido la semana pasada. Llevo muchos años haciendo reseñas de los
libros que leo y, para mi sorpresa, en cada lectura de El médico surgen ideas
nuevas, imágenes pasadas por alto en lecturas anteriores, conocimientos sobre herboristería que aún ahora tienen una
gran utilidad en medicina, en perfumería (Patrick
Suskind elaboró una extraordinaria historia con los aromas florales
y los olores corporales), sensaciones sobre las actitudes
y acciones humanas (cuántas buenas intenciones encallan y no desembocan
en realizaciones concretas y tangibles por falta de confianza, de esmero, de fortaleza, de estímulo, de fascinación por la labor llevada a buen puerto (que no concluida: tras cualquier logro
seguro hay otro mayor, de más calado, de más enjundia)). Leyendo aprendemos a ser, no solo a estar.
Y, para terminar
(perdón, para ultimar
que no finiquitar este escrito)
la que me produjo una sensación más imperecedera; quizá quede grabada en
mi retina la noticia saltando en mi navegador cuando abro la página de elpais.com: Ha muerto Almudena Grandes. Humanamente (61 años) me resulta más
próxima que Noah Gordon (95) o Miquel Barceló (73). Culturalmente, también pues hemos vivido casi el mismo tiempo en el mismo país y con convicciones
parejas (aunque sea un merecido deshonor para mí decir que siento que voy cambiando de pensamiento).
Almudena Grandes, extraordinaria, no, algo más, me estoy quedando sin medida para mis calificativos, digamos excelsa escritora. Hace unas semanas una compañera, viéndome con un libro suyo, La madre de Frankenstein, me dijo ¿Sabes que tiene cáncer? Y no, no lo sabía. No sé si ella se percató pero, aunque parezca increíble en un garrulo gárrulo como yo, enmudecí, no fui capaz de asumir la noticia, me dejo noqueado, no pude articular palabra, seguro balbuceé alguna insania, me dolió como pocos hechos me han afectado en mi discurrir por este ímprobo y efímero mundo. Tengo una sensibilidad exacerbada y me produce coraje que la gente me vea débil y afectado por las circunstancias, tanto benévolas como ominosas. Aunque de apariencia frío y distante, mi lágrima es muy fácil, el quebrarse de la voz muy habitual, el gélido discurrir del sudor por la espalda, tenaz, el quejido, casi gañido ante hechos o acasos o sucedidos, frecuente.
Admiro
mucho al escritor francés Philip Claudel quien también ejerce de
director de cine. Viendo su sensible película
Silenzio d𝘫amuri, en un final apoteósico,
el actor protagonista, Stefano Accorsi, que da vida a Alessandro,
profesor de musicología en Estrasburgo y cantante en un grupo de música barroca
con instrumentos de época (asoma tras él una enorme tiorba tañida por una
joven intérprete), canta, en un recital que el conjunto da en
una iglesia, una tarantella siciliana exquisita del compositor Alfio Antico. En
esa culminación de la fluida película, mientras interpreta la hermosísima
melodía, aparece, saliendo de la oscuridad al umbral de una pequeña capilla lateral, la mujer a la que
ama (quizá sin saberlo); al fondo de la iglesia asoman su esposa muerta y la madre (también fallecida) de
su actual enamorada, gracias a cuyo óbito se conocieron y de donde surgirá, probablemente, algo entre ellos dos. La música de Antico, la tiorba al fondo, la voz dulce y aterciopelada pero poderosa de Accorsi, las imágenes del pasado que se va desvaneciendo, la confluencia de miradas del presente
que, se nos antoja verlo así, se torna futuro, el hermano
de Alessandro, asilado
(y aislado) político
en Francia mientras
Silvio Berlusconi siga de primer
ministro en Italia,
que hace, para este concierto, su única salida desde que llegó a la ciudad alsaciana (salvo alguna visita a las celdas de la
comisaría), la hija del cantante, contenta y dichosa, tanto porque su padre
tendrá vida propia y podrá intentar ser feliz como,
así somos, porque
dejará de ser un yugo para ella,
me hacen gimotear
(y eso que vi la escena centenares
de veces).
Mi pasión por la prosa de Almudena nació hace muchos, muchísimos años, allá por 1998, cuando publicó
Atlas de geografía humana, historia
que me deslumbró como pocas veces la primera novela
que leo de un autor
ha hecho (vuelvo
a Luis Landero y su Juegos de la edad tardía, epatante (aunque la hayan desterrado del castellano ¡qué bien refleja lo más que sorprendente!)). No
era su primer libro pero, en mi anterior singladura, no los había detectado. Qué facilidad para articular personajes, qué solvencia para los diálogos,
que descripciones tan luminosas, que velocidad de vértigo pero sin
perder el control en las líneas, qué pasmo
provocaban aquellos párrafos profundos, sesudos, cavilosos, seguramente
escritos de un tirón tras un
exhaustivo análisis de las
situaciones. Las siguientes, Castillos
de cartón, El corazón helado, Los aires difíciles, la confirmaron en el pedestal donde la había situado. Su narrativa es
incisiva y poderosa, con una facilidad
asombrosa para recrear imágenes (siempre pensé qué fácil se lo había puesto a
Ángeles González Sinde, guionista de
la hermosa película que Gerardo Herrero rodó en las playas de Cádiz basada en
la última historia, donde ventean los levantes que hasta aterrorizan a las aves que no pueden, en esas condiciones, cruzar el estrecho).
Sí, me sentí muy herido con la
enfermedad de Almudena: ha sido
durante muchos años un baluarte en mi biblioteca.
Incluso los últimos libros que publicó sobre la guerra civil, resultándome
difíciles (a pesar de su sublime magisterio narrativo, imaginativo, con una prosa casi poética)
ocupan su lugar en mis estanterías. Y el último de estos lo devoré,
¡cómo lo disfruté! Narra la historia
de Aurora R. Carballeira, la madre de Hildegard.
Esta, un ser humano creado por su madre a partir de principios presuntamente eugenésicos (eligió al hombre adecuado para que su
hija tuviese una genética descollante unida a la suya que ya era, presumiblemente, prodigiosa) termina asesinada
por Aurora porque sucumbe al amor y quiere arrumbar
los maravillosos proyectos que mamá había elaborado para ella. Hace
muchos años, el escritor (español aunque
afincado en Francia) Fernando Arrabal
narró esta truculenta historia en La virgen roja. También el premio nacional de literatura dramática
Domingo Miras la recrea en la obra de teatro Aurora. Claro que me impresiona la escritura de Arrabal pero la de Almudena me cala más, me produce
deliquios oníricos, me hipersensibiliza para hundir mi estro en las siguientes palabras y líneas,
psicomatizo cada circunstancia que narra, sudo,
gorgoteo, tengo palpitaciones. Creo que la única palabra
que me queda para referirme a ella es sublime.
Hablan en los obituarios de los periódicos de la escritora de los perdedores, del recuerdo. No soy experto en literatura comparada (perdón, vaya pretenciosidad, soy un absoluto lego) pero creo que no la puedo circunscribir a esos aspectos. Era una deslumbrante poetisa que hacía prosa con la belleza, la armonía, el ritmo, la imaginería de aquella y el dinamismo, la precisión, la riqueza, la ligereza de esta. Leyendo aprendemos a amar al prójimo, a entenderlo en sus flaquezas, a condolernos en sus penurias, a envilecernos con sus vilezas, a levitar con sus encandilamientos (¿quién no se enamoriscó un poco cuando lo hizo Tambor, el conejillo de Bambi?), a recibir el aplauso en sus triunfos, a sentirnos amados en sus amores.
A estos tres seres perpetuos en mi recuerdo quiero
dedicarles una de las frases más laudatorias y extra- ordinarias que he escuchado en mi pulular cinematográfico. La
película es Amanece que no es poco de José Luis
Cuerda (aclamada y vapuleadas a partes iguales). Y, para situarnos, grosso modo
versa de la siguiente guisa: llega el
alcalde de la pedanía al pueblo que, con una extraordinaria emoción y una
efervescencia candente, lo recibe en loor de multitud, ensalzando sus exitosas gestiones
en la capital a la que concurrió
para solventar un grave problema que había surgido en el pueblo. Es esta
la circunstancia que aprovecha un conciudadano
para proclamar, con prosa clara y encomiástica: Alcalde, todos somos
contingentes pero tú eres necesario. Pues sí, Almudena,
Noah, Miquel, todos somos contingentes (algunos más que otros) exceptuándoos a vosotros, que sois
imprescindibles para, con vuestro verbo nítido y florido pero sin florituras flamígeras y superfluas, nos refiráis
nuestras vidas y las ajenas para que podamos compartirlas, apreciarlas. Me siento huérfano de nuevas historias y
de nuevos escritores y de nuevos viajes a la Edad Media, época que me cautiva a la par que me exacerba. Tal vez corresponda, en un luto probablemente absurdo
pero, ¿qué es la vida sin decisiones estultas?, no
retomar sus libros en un tiempo y sorberlos, después, poco a poco hundiendo
las raíces y los sentimientos en ellos...
Y, seguramente, eso es lo que me ha llevado a vivir
más a bordo del mundo literario que en la coyuntura diaria: la palabra, esa construcción humana que nos hace palpables los objetos (lo siento por los publicistas, pero, a mi entender, mucho más que las imágenes).
Y ya se van, abriendo
sendas por ignotas cumbres para que nosotros,
alumbrados con rielantes
destellos de su luminiscencia, sigamos los vericuetos
veleidosos o valetudinarios de una vida voraz y voluble, visceral
y venial y, tal vez, un poco vana y vesánica.
Enrique Freire
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