xoves, 5 de maio de 2022

Avances en medicina. Una visión personal.

Primeros contactos con la ciencia de la salud.

Omm Seti fue una famosa egiptóloga británica que vivió durante el siglo XX (murió en 1981) y que dedicó su vida al cuidado del templo de Seti I en Abydos. Fue algo más que una exitosa arqueóloga muy prominente en su campo. Sumamente respetada por sus sorprendentes logros y descubrimientos, vivió en una constante controversia por su providencial existencia: tras sufrir un severo percance, despertó afirmando que era la reencarnación de una sacerdotisa, Bentreshyt, amante de Seti, ambos viviendo en el Egipto ¡del siglo XIII a.C.! Y lo fue constatando con sus trabajos de campo, en los yacimientos en los que se dejaba  la piel quizá pensando más en su pasado que la posteridad del éxito. Atribuía una gran cantidad de sus hallazgos al hecho de que ella estaba allí cuando fueron erigidos los monumentos funerarios, excavadas las fosas donde enterrar los tesoros, los amuletos, los exvotos a los dioses, etc. Claro que sabía que estaba ahí:  yo mismo lo puse por órdenes del Sumo sacerdote de Ptah.



No es tal mi circunstancia pero sí es cierto que mi vida ha estado marcada y no por cuestiones de salud por la medicina. Desde muy pequeño, quizá tres o cuatro años, acompañaba a Don Ricardo (siempre que lo mencionamos en la familia el Don es indefectible), hermano de mi abuela, en sus visitas médicas, escasas pues ya rondaba los 70 años y atendía a poca gente, montados ambos en su yegua zaína Ilsa (jamás seré capaz de entender los nombres que ponemos a los animales. Mi gato se llama Bichito y punto, sin más lucubraciones. Si tuviese otro sería Bichito II o, sencillamente, Bichito). Era un hombre muy grande, obviamente, en mi recuerdo de tierna infancia, pelo abundante y muy blanco, de ojos grises enormemente claros, casi glaucos. En todas las casas a las que íbamos nos recibían casi con honores (Don Ricardo por aquí, Don Ricardo por acullá), nos invitaban al aperitivo si era mediodía: chorizos, lacón, pan de maíz (brona decíamos en aquel entonces), empanada de bacalao con pasas, jamón; a merendar si era una visita vespertina: chocolate con bizcochos, rosquillas anisadas, vino dulce con yema de huevo (mi madre le reprendía, siempre con el Don incluido, por permitirme tomar alcohol pero yo disfrutaba lo indecible con aquel sabor azucarado). Al tío Ricardo no le gustaba leer y todos los libros que su hermano mayor Alfredo, médico también, había heredado de su padre, el primer doctor en medicina de la familia, y le había legado a él, se los cedió a mi abuelo, el Patriarca, que sí era un lector con grandes y muy diversas ambiciones intelectuales, en cuya biblioteca proliferaban libros de derecho, a lo que él se dedicaba, de teología (mi abuela había tenido otros dos hermano curas, Emilio y Aurelio) y de medicina.


Y yo, aparte de dar largos paseos, a caballo o a pie, por el vergel de Veiga, valle de una gran fertilidad y de una arrebatadora belleza, siempre verde de la hierba fresca y amarillo de los girasoles y de la alfalfa, siempre soleado pero con profusión de sombras de melocotoneros y cerezos y japoneses, ciruelas amarillas dulcísimas, con parras casi por doquier, trigales y maizales vastísimos, situado en las orillas del río Mandeo, leía o, tal vez mejor, hojeaba, aquellos libros de cubiertas duras, hojas ya amarillas, algunas cuarteadas, con escasa decoración gráfica, con anotaciones hechas con muchas caligrafías diferentes, de letras grandes y expresiones afectadas (es posible que de aquellas lecturas provenga mi escritura churrigueresca y tortuosa: ¿no dicen que uno es lo que mama?). Y quise ser médico. Y a los 12 años había leído los libros de Anatomía I y Anatomía II que usaban ya en aquella época próxima al final de siglo mis primos José y Víctor, quienes sí fueron médicos. Pero ahí quedaron mis ínfulas. Al final no me decidí, a pesar de mi extraordinaria vocación, porque el recuerdo de José en su habitación, recitándose los músculos y huesos del cuerpo (si no recuerdo mal, 206 y casi 600, respectivamente) o los compuestos químicos de la sangre y los famosos factores de coagulación mientras yo escuchaba plácidamente a Jethro Tull, con Ian Anderson como líder incontrovertido, o a King Crimson, magistral grupo de Robert Fripp, posiblemente mi músico contemporáneo predilecto me llevaron a desechar esa idea: estudiar en exceso nunca fue, para mí, un acto placentero. ¡Espero no tener seguidores intelectuales!

Te dejo con Jethro Tull y King Crimson:




 

Pero ello no fue óbice para que mi interés por los avances médicos marcase mis días. He tenido una extraordinaria ventaja: viví y sigo viviendo, experiencias en ese campo portentosas, desde los primeros trasplantes de corazón realizados en la clínica de Groote Schuur, en Ciudad del Cabo, hasta las prótesis biónicas que aportan a quienes las llevan una movilidad y una capacidad para manejar objetos deslumbrantes, fruto, también, de la investigación en mecanismos articulados y pseudo-autónomos para minería y excavación y recogida en viajes espaciales o en vulcanología, pasando por los implantes neurales para la recuperación de actividades cerebrales muertas, bien por malformaciones, bien por accidentes o deterioros cognitivos (control de los movimientos espasmódicos de los enfermos de Parkinson por medio de marcapasos cerebrales o el manejo de dispositivos electrónicos guiados por el cerebro) o los implantes cocleares digitales que permiten, con un éxito próximo al 98 % oír perfectamente a personas sordas y no solo eso sino con una gran capacidad para discriminar sonidos, distinguiendo graves de agudos, tonalidades claras de oscuras, timbres, distinto nivel de frecuencias etc.


Un recorrido por todos los hitos médicos de la historia sería del tamaño de una innúmera cantidad de volúmenes de vademécum, médicos, por supuesto. Intentaré referirme a los, para mí, momentos más fascinantes en ese avance en aras de preservar nuestra salud y bienestar: estar enfermo y que los tratamientos sean los idóneos tanto para sanar de la afección como para paliar las molestias mientras no se alcanza tal cura (qué carape, incluso para tener una muerte plácida y digna) es básico y prioritario para tener una excelente calidad de vida. Y, yendo un poco más allá, si el envejecimiento es una enfermedad, a tratarla y llegar a vivir, a quien quiera, por supuesto, una buena cantidad de años (¿quizá 180 a finales del siglo XXI?). Y no es una utopía: últimamente se ha hablado mucho del enorme avance que representa el logro del retraso del envejecimiento en ratones que lleva a pronosticar que, en un par de decenios, podremos, los humanos, aprovecharnos de estas posibilidades. Qué decir de la medicina de precisión, el uso y aprovechamiento de todos los progresos en cuestiones de genómica para detectar, posiblemente antes de que siquiera se anuncien o susciten o intuyan, malformaciones en los genes o en los cromosomas que puedan provocar enfermedades o malformaciones a posteriori. Prevenir, diagnosticar, curar o ayudar a sobrellevar la malaltia (palabra que, como la italiana malattia, es más clara en la identificación de nuestro mal que enfermedad). No voy a extenderme hablando de Asclepio , de Hipócrates, de Esculapio, de Galeno o de los médicos árabes del siglo XII. Comenzaré hablando de un ídolo de juventud, Miguel Servet, víctima del fundamentalismo calvinista pero gran investigador y mayor pensador, precursor en la lucha por la LIBERTAD, con mayúsculas y negrita, no la frágil que nos rodea.

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