Juan Marsé: el penúltimo de la Escuela de
Barcelona. Enrique Freire
Hace un par de días
murió Juan Marsé.
Este lunes 20 de julio,
paseando por As Galeras, me entretuve observando la demolición de una casa en
el borde del acantilado que une Santa
Cruz y Bastiagueiro, sobre la playa de Bastiagueiriño. Y, entonces,
recordé el comienzo
del libro con la prosa más delicada, más sutil, más diáfana que haya quedado prendida en mi memoria, La oscura
historia de la prima Montse:
El verano
pasado, el viejo
chalet de tía Isabel fue condenado al derribo.
Cercado por rugientes excavadores y piquetas, aquel
jardín que el desnivel
de la calle siempre le mostró en un prestigioso equilibrio (...) al ser ampliada quedó repentinamente como un balcón vetusto
y fantasmal colgado
en el vacío (...).
Y, también entreví en mi memoria las maravillosas horas pasadas en el Jardín de San Carlos en Coruña, leyendo los
libros que, como
lector, podía extraer
de la biblioteca González Garcés.
Allí comenzó mi fascinación
por los escritores catalanes, comenzando por Josep Plá (quien, en un
confinamiento similar al que acabamos de pasar ocasionado por una gripe
que mató, entre
1918 y 1920, a 40 millones de personas
en todo el mundo, escribió El cuaderno gris). Y, después, Manuel
Vázquez Montalbán, Juan
Hortelano, Juan y José Agustín
Goytisolo (Cartas a Julia es un hermosísimo poema musicado maravillosamente por Paco Ibáñez
y, en Galicia, reinterpretado por Los Suaves), y el, para
mí, más excelso, Eduardo Mendoza.
Eduardo Mendoza |
Casi
todos han muerto
(creo que sólo
Mendoza sigue vivo).
Aunque la OMS ha decretado que la vejez es
una enfermedad y, por ello,
objetivo prioritario de investigación médica,
las personas provectas (todos habían nacido
alrededor de la década de 1930) todavía
son visitadas por la Parca
para afrontar un viaje sin retorno (el gran José Saramago indagó
con su acertada prosa qué podría pasar
si la Calavera no hiciese
esa tarea en su impagable Las intermitencias de la muerte).
La Huesa
también recogió últimamente a Carlos Ruíz Zafón
(El cementerio de los libros
olvidados), a Enrique Castellón Vargas, más
conocido como el Principe Gitano
(quién no ha visto su inenarrable inter- pretación del famoso In the ghetto de Elvis
Preley), a Chuck Berry (emocionante el vídeo donde
canta You never can tall con un arrobado y entregado Bruce
Springsteen y memorable el vídeo de la actuación de este en Leipzig cantando, a petición del público, esa
misma canción), a Luis Sepúlveda (Un viejo que leía novelas
de amor), a Ennio Morricone (recomiendo escuchar con detenimiento la banda sonora
de Los
odiosos
ocho por la que tampoco le dieron el Óscar), a ... tantos
que es imposible mencionarlos a todos. Y, cómo no, también han muerto insignes
matemáticos: Michael Atiyah, Louis Nirenberg, Katherine
Johnson, John H. Conway,...
Volviendo al Marsé, leí ávida y fervorosamente todo lo que hasta aquel momento
había escrito (El
amante bilingüe, Últimas tardes con Teresa, La oscura historia de la prima
Montse, El embrujo de Shangai, Si te dicen que caí,...) y, posteriormente, vi las películas rodadas (casi todas
por Vicente Aranda) sobre
esos originales. Han sido muchas. Y eso tanto
por sus fascinantes personajes como por las
curiosas relaciones entre
ellos como por la rotunda
forma de diseccionar las enormes diferencias sociales en una sociedad
donde las miradas
torvas entre la gente
burguesa del Club
del Mar y la gente
del extrarradio (muchos charnegos no adaptados al país catalán)
a veces llevan a situaciones truculentas aunque la tentación de allanarla es clave para el desarrollo vital y emocional en muchos de esos personajes.
Pasaron muchos años sin retomar
sus libros. Pero hace aproximadamente un lustro, vi los podcast
de un programa de crítica literaria, Libros
con uasabi, dirigido por
el controvertido Fernando Sánchez
Dragó (aunque, no lo olvidemos, escribió Gargoris y Habidis). En uno de ellos entrevistaba a un excelente y arrollador y en ocasiones
grandilocuente y en ocasiones delicuescente escritor peruano, Jaime Bayly, quien
presentaba su trilogía Morirás mañana. Cuando relataba,
grosso modo, la historia de los crímenes
perpetrados por el protagonista de estos libros,
mencionó su difícil
relación con Marsé
a quien había
ficcionado en el primero.
Y volví a recordar qué prodigiosa literatura creó. Y qué personajes (el Pijoaparte es el paradigma
de macarra, la familia Claramunt es la referencia burguesa por excelencia, la sordidez de los barrios
marginales de Barcelona está prodigiosamente descrita, ...). Y me vi impelido
a una relectura de su obra donde
confirmé por qué Juan Marsé es uno de los mejores escritores en lengua castellana.Cualquier libro de Juan Marsé es un prodigio
de prosa incluso
poética (algunas descripciones son dignasde un vate:
Ni un mueble quedaba, ni una silla, ni un cuadro.
Jamás hubo nada mío en la torre de mis tíos,
pero
ahora tenía la sensación de que la mudanza se me había llevado algo muy personal.
(...) Al otro lado
de la ventana, las grandes
bocas melladas de acero hurgaban en las cálidas
entrañas del jardín (...)), pero yo me decanto por La oscura historia de la prima Montse. No es cuestión de calidad literaria (toda su obra está
impregnada de ella)
sino porque es la primera
que recordé al ver demoler un chalet en el paseo
As Galeras por su ampliación...
Enrique Freire
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