Miguel Servet. Heresiarca por cristiano.
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Quizá no sorprenda que un ingeniero, un físico, un economista sean denostados e incluso inculpados bien por sus investigaciones bien por sus actuaciones.
En 2008, los experimentos o, peor aún, las manipulaciones que los inversores y los corredores de bolsa de Wall Street, los famosos brokers,
llevaron a cabo (préstamos sin análisis de riesgos, hipotecas
de cuantías exorbitantes: te concedo 200000 € para comprar tu casa que cuesta 150000€ y
con lo que sobra amueblas
la vivienda, compras
un coche y te vas de vacaciones e invitas a tu pareja
a comer en DiverXo condujeron
a una crisis económica dramática cuyas repercusiones aún estamos viviendo
ahora, sobredimensionada por las cuestiones relativas al COVID-19
(recomiendo encarecidamente el libro La gran apuesta de Michael Lewis e, incluso, la película basada en él, The big short).
Los ingenieros y físicos alemanes, liderados por Wernher von Braun, intentaron por todos los medios, forzados unos por la Gestapo, creyentes fervorosos otros en los dogmas del nazismo y fieles seguidores de Himmler como miembros de las SS, construir una bomba atómica para ultimar a su favor la II Guerra Mundial. No tuvieron éxito pero los recuerdos que dejaron las bombas V2 en los barrios londinenses seguro que perviven en la memoria de los hijos y nietos de los británicos que las sufrieron y que, con gran probabilidad, las narraron con dolor y lágrimas en los ojos y convulsiones de emoción cientos de veces reviviendo sus bajadas a los refugios, las piedras cayendo sobre niños, ancianos, personas cualesquiera sin discriminar rangos ni edades ni estatus, sus casas devastadas, escombros por doquier, incendios, llantos, quejidos lastimeros, devastación.
Cuando la guerra llegaba a su fin, algunos consiguieron amnistías de los aliados a cambio de su colaboración en ulteriores desarrollos en Estados Unidos y en la Unión Soviética. Los psiquiatras hablan de un concepto extraño y poco conocido que se llama “sapiosexualidad” que consiste en el enamoramiento de alguien por su inteligencia o sapiencia. Algo parecido pasó con esos científicos, absueltos de crímenes de lesa humanidad por su sabiduría y creatividad técnica. Eran plenamente conscientes tanto de la destrucción que provocaban en las ciudades bombardeadas como de los muertos que las deflagraciones dejaban. También, de toda la mano de obra proveniente de los países eslavos que moría a destajo en las fábricas donde desarrollaban esos ingenios (hablamos de unas 20000 personas) Los que no tuvieron esa fortuna fueron condenados a severas penas: es fascinante la película Los juicios de Nuremberg donde un desnortado Montgomery Cliff hace un extraordinario papel tan idiotizada por los sedanes y el alcohol que era incapaz de reproducir una sola frase. Ah, pero era tan bueno como actor que el director le dijo Haz el ademán. Podemos pensar, entonces, que las exacciones a que dieron lugar esas execrables obras o acciones o ideas, fueron la causa de esa persecución y, quiero creer, en muchos de esos casos así ha sido.
Pero, en otra no menor cantidad de ocasiones,
es lo novedoso, lo que produce
rupturas abruptas con tradiciones ancestrales, aquello que contraviene a
ideas atávicas y prístinas arraigadas en las creencias casi seguro que
irracionales y basadas en el hábito es lo irredento, lo pagano, lo que conduce
a la excomunión, a la anatema. Es conocida esta historia: Mamá, ¿por qué cortas la cabeza y la cola al pescado para freírlo?
Tras pensarlo, mamá dice, no sé, la abuela
me lo enseñó; vamos a preguntarle. Y cuando le hacen la pregunta a la abuela,
esta, tras dudar
un momento, dice porque mi madre lo hacía así. Pero vamos
a preguntarle a ella: mamá,
¿por qué siempre
cortaste la cabeza
y la cola al pescado?
Y la yaya, responde, de forma casi obvia para nosotros, porque,
mija, cuando yo cocinaba, las
sartenes eras muy pequeñas y el pescado no cabía entero.
Y la religión es uno de esos temas a
los que hay que aferrarse por si acaso: el faraón Akhenaton quiso implantar
el monoteísmo en Egipto, erradicando a los demás dioses (Isis, Osiris,
Anubis,...) e imponiendo el culto a Atón. Este cambio tuvo grandes consecuencias. Hubo fuertes discrepancias entre la sociedad,
ya que se había eliminado de cuajo el culto a los antiguos dioses (de
nuevo, ¿no te resulta familiar?), muy arraigado entre la población que
hasta ese momento era politeísta. Y, ¿no perseguían los romanos a los
cristianos y los cristianos a los judíos
y a los que propugnaban herejías y los islamistas a los Salman Rushdie de turno por criticar su religión y los desafueros que puede llegar a ocasionar?
Incluso en algo tan abstracto como las presuntamente
pacíficas e inocuas matemáticas puede ocurrir. A finales del siglo XIX el
matemático ruso Georg Cantor concitó acérrimos
defensores y despiadados críticos por sus teorías relativas, por ejemplo, a los números
trasfinitos: demostró (y esto es lo más llama la atención a los matemáticos
contemporáneos que ven en la prueba
la Verdad absoluta, incuestionable e incontrovertible) que existían infinitos
números infinitos, cada uno mayor que el anterior. La
persecución fue de tal calibre que Georg murió en un psiquiátrico tras sufrir
severas y continuas
depresiones. A fuer de sincero,
en estas depresiones también jugó un gran papel su
incapacidad para demostrar la hipótesis
del continuo pero esto ya es otra historia. Por cierto, la demostración se demoró hasta la década de
1960 y, seguro, Cantor se llevaría otro soponcio si le hubiesen notificado la conclusión.
Nos soy capaz de
desentrañar por qué pero siempre he sentido devoción incondicional por la
tierra aragonesa (dura y árida en los
Monegros y en Villanueva de Gállego, montañosa y un vergel en Ordesa, nieve y rafting
en Benasque, esturiones y comidas desmesuradas en Alfajarín, en Alquézar, rocas agrestes y peladas donde reinan los quebrantahuesos que sobrevuelan constantemente este último pueblo
próximo a Benasque) y por su gente (llana,
clara, contundente, franca,
sin recovecos, natural). Y allí me voy cada vez
que puedo (en tren es un viaje ensoñador,
para reflexionar acerca de tantas cosas, en carretera es rápido y cómodo (y si es como copiloto, ya es la
caraba), en avión es corto y disfrutas más del país). Disfruto de sus voces altivas y tercas, de las jotas
(hasta Glinka, músico ruso, se rindió a esta danza musical), de su religiosidad, de sus paisajes
abruptos y feraces,
de sus fiestas (soy un fervoroso verbenero).
Y en el parque Miguel Servet de Huesca, pasé deliciosos momentos en mi mocedad. Así, pues, allá
nos vamos con este personaje que marcó un antes y un después en muchos aspectos, cuya cruel muerte fue un punto y aparte
en el sentimiento religioso. Dio paso a una profunda
reflexión acerca de la libertad de pensamiento y de expresión, sobre todo en el ámbito protestante.
¿Ocurrió algo similar en el ámbito
de la salud a la inquina suscitada
en otros contextos? Sí, y a uno de estos casos, para mí fascinante, me
quiero referir. La víctima fue, como ya mencioné, Miguel Servet, prohombre aragonés, médico, investigador, polímata, a quien los calvinistas quemaron en una pira
por sus enjundiosas blasfemias: la negación de la Trinidad
y la defensa del bautismo
en edad adulta
(¿acoso no tenía Jesucristo 30 años cuando fue
bautizado, argumentaba?)
Pero hay más cuestiones de fondo.
Servet afirmaba que el alma, el espíritu
humano, emanación de la Divinidad, residía en la sangre y, a través
de esta, circulaba por todo el cuerpo de forma que el hombre es,
entonces, de condición divina. Calvino, le encarece
(más bien, le amonesta y aconseja por su
bien) que lea su obra Institutio religionis Christianae a
lo cual, Miguel, obsecuente, procede
y cubre los márgenes con anotaciones críticas que (¡a quién se le ocurre, solo a un aragonés con arrestos y redaños y convicciones de que la verdad no se puede ni se debe ocultar,
a alguien cuya pasión por difundir la evidencia, cualquiera que sea su origen, divino o natural,
le resulta incontrovertible!) devuelve
a su dueño.
Este
muestra con una desaforada vehemencia su enojo y le advierte:
“Si pasa por Ginebra no saldrá vivo”. Y así fue. De hecho, Servet
fue a la iglesia donde,
en el momento de su
detención, predicaba Calvino. Sufrió severas penalidades en su prisión y, al
final, ya sabemos cómo terminó.
Me fascina esta
historia porque contiene todos los ingredientes para un excelente libro
medieval o renacentista tanto de pavor como de psicología como de teología (a
fin de cuentas, ¿qué si no esto es la impresionante Sinuhé
el egipcio, de Mika Waltari,
donde se ponen en tela de juicio todos los principios éticos, morales, racionales,
religiosos,...?). Un hombre cabal, temeroso de Dios pero juicioso y ponderado, analítico, fiel a sus principios (creo que es en la película Nobleza Baturra
donde un maño con su cachirulo va caminando por la vía férrea y, cuando el tren que circula por ella le advierte varias
veces con sonoros bocinazos de su avance para que se aparte,
dice “Ja, ja, chufla,
chufla, que como no te apartes tú...”(por cierto, al final es el tren el que cambia de vía), tenaz,
con una curiosidad inmarcesible, aventurero del saber, defensor de la Verdad, de nuevo, con mayúsculas.
Estoy hablando de
mediados del siglo XVI, donde la teología y el teocentrismo eran el “status quo”
de nuestros antepasados. Dios es
dueño y señor de nuestros designios y nadie puede cuestionar o intentar
analizar o dudar de su intervención
en cualquier faceta de nuestra existencia (¿quizá te suena a algunas iracundas discusiones y diatribas que se palpan ahora mismo
en el ambiente?). Y nuestro
hombre, Miguel Servet, era, entre otra multitud de cosas,
teólogo. Pero esto no fue óbice para que su energía intelectual, su duda existencial, sus observaciones y sus reflexiones, le forzasen a darse cuenta de que había aspectos
en los que la intervención divina estaba mediatizada por la corporeidad, su Dios no piensa, no siente, no respira, por nosotros; insufla su “estro” y, después, la fisiología
se encarga de transportarlo al resto del organismo.
Dentro de la fe cristiana hay algunas normas
quizá más llamativas que otras: la virginidad de María, la madre
de Jesús, la Trinidad (Padre, Hijo y Espíritu Santo conforman una única
entidad), la divinidad de Jesús (interpretada hasta la saciedad desde los albores de su surgimiento). Surgen ideas como el
Adopcionismo, según el
cual Dios adopta a Jesús, quien es un hombre corriente; otra fue el Arrianismo que me resulta aún más curiosa:
Jesús es hijo de Dios pero de menor rango y entidad.
Fue en el Concilio de Nicea
(325) donde se determinó que sólo había una posibilidad: Jesús tenía naturalezas humana y divina.
Este debate (agrio
en ocasiones, letal en otras,
generador de guerras,
torturas, persecuciones casi siempre) dio paso a multitud de religiones
cristianas pero no católicas: los mormones, quienes creen en la Trinidad pero entendiendo que Dios, Jesús,
el Espíritu Santo
son entes diferentes que trabajan de consuno. Y, cómo no! Hay antitrinitarios, por ejemplo, los testigos
de Jehová, que rechazan la trinidad (identidad de Jesús con Dios)
y, aunque no ponen trabas a que María sea la madre de Jesús, niegan que lo sea
de Dios. Cismas, guerras, prosecuciones, torturas, autos de fe, ordalías
(juicios donde Dios decide acerca
de la culpabilidad o
inocencia del encausado: le dan a comer veneno y, si Dios envía a una cohorte
de ángeles a apretarle el gaznate para que no pueda tragar, está libre de culpas).
El siglo
XVI fue convulso
en el aspecto religioso y cogió a Miguel de lleno. En sus investigaciones llegó a la conclusión
de que la teología y la razón no podían viajar juntas. Se creó enemigos tanto
en la iglesia romana como en la luterana.
Y todo esto sin perder
de vista que seguía siendo
cristiano y criticaba el alejamiento de las bases del cristianismo y el
distanciamiento de los dirigentes religiosos y políticos del pueblo (¿te sigue sonando actual todo esto?).
Arguyó con vehemencia que Dios no puede
exigir que creamos lo que no podemos entender. Para él solo hay dos autoridades: la Biblia y la
naturaleza. Fue un fantástico creador de
aforismos. Algunos llegan muy profundo: “más
humilde que quien cree a ciegas suele resultar
quien
se limita a la humildad de dudar".
Me parece fascinante que, no como ocurría con sus coetáneos
Leonardo da Vinci,
Vesalio o posteriormente con Galileo Galilei o Hardy, no exploraba la anatomía humana
por sí misma. Llamaba a su fisiología filosofía
divina, fisiología sagrada. Partía del hecho de que Dios, tras
habernos hecho, determinó que, realmente, la
vida residía en la sangre y que, por eso, esta debía llegar a todas las partes del cuerpo con su espíritu vital. En esa época había en medicina un intento de cambio de paradigma: abandonar
la medicina galénica
y aceptar las nuevas rectificaciones renacentistas. Y Miguel paseaba por
esas confluencias con pasos hacia delante
y hacia atrás: para él, el cuerpo humano, está formado por aire, agua, fuego,
tierra que aportan sus cualidades
específicas, sequedad, humedad, calor y frío. Por eso los médicos renacentistas
tenían la extrema precaución de, ante
una enfermedad, restablecer el equilibrio de esas materias conformantes para
sanar el cuerpo de la misma forma que, en el cosmos, las proporciones han de ser justas y equitativas para que aquel conserve su orden natural.
La clave de las investigaciones de
Servet (ya pueden, al contrario de lo que le
pasaba a Galeno,
usar cadáveres para ver in situ, las circunstancias
vitales y letales) está en que para que la sangre que llega a la cavidad
derecha del corazón
pase hasta la izquierda, lo tiene que hacer a través de los pulmones. No pierdas de vista, entonces, que introduce un concepto
nuevo en sus análisis, la denominada circulación pulmonar o menor. Afirma
que la
sangre, proveniente de las diferentes partes del cuerpo, llega al corazón transportando dióxido de carbono.
El corazón la impulsa hacia los pulmones
donde se produce
el intercambio de gases, oxígeno
por CO2, retornando de nuevo al corazón desde
donde se bombea
al resto del cuerpo. Con esto niega la existencia de poros en el tabique
ventricular, hecho ideado por
Galeno como única posibilidad de tránsito entre ventrículos. Es decir, aquel
trasvase de sangre entre ventrículos
a través de los poros es desechada por el magno
artificio como lo denominó, que es
el camino ventrículo derecho-pulmones-ventrículo izquierdo. No sé si aprecias
la trascendencia de este hecho que reivindica el trabajo conjunto de los dos sistemas,
el respiratorio y el circulatorio. Si no lo ves, no te flageles: en 1550, cuando indica esto, tampoco tuvo gran repercusión (quizá culpa de todo esto la tuviese
su cabezonería al mezclar las diatribas contra los prelados de todas las iglesias
por no acomodarse a lo que la Biblia Sagrada indica y sus
investigaciones científicas con un alcance tan revolucionario (destronar las porosidades cardiacas galenianas)). Y eso
que, como ya te dije, juzgaba que había una imposible coexistencia entre razón y religión. Pero, seamos sinceros,
¿quién es absolutamente coherente? Escribió Eduardo Galeano
“Aunque
estamos mal hechos
no estamos terminados; y es la aventura de cambiar y de cambiarnos la que hace que valga la pena este parpadeo en la historia
del universo, este fugaz calorcito
entre dos hielos,
que somos nosotros”. También
es de Galeano esta reflexión: “Los países
que más armas venden al mundo son los mismos países que tienen a su cargo la paz mundial”
relativa a la inconsecuencia que nos rodea.
Entiende que, en aquel
entonces, los que se dedicaban a la ciencia lo hacían en múltiples y diferentes facetas, no había especialidades. Aparte
de sus consideraciones teológicas, aparte del descubrimiento de la circulación sanguínea, predijo eclipses
(Marte oculta a nuestra vista a la luna el 12 de febrero de 1538), estudió derecho, corrige la Geografía de
Ptolomeo, es el padre de la etnografía y de la geografía comparada.
La inquina que generó fue tal que le
infligieron la incineración en efigie (esta vez por la inquisición francesa) y, posteriormente, ya de verdad,
con su egregia persona molida
por el calvario sufrido en las prisiones
de Ginebra, maltrecho por las torturas padecidas, ahora apiolado por los
calvinistas. No conozco muchas biografías
de este ser tan intrigante (hasta el siglo XIX apenas hay alguna referencia a
su persona) y, quizá, incluso, arrogante (¿quién que no tenga una sobreestimación grandi,
osa de su valía se atreve a buscarse
la
perdición como el hizo a sabiendas?; ¿quién no abjura de sus principios si
estos pueden ser deletéreos o perjudiciales?
(de nuevo Groucho Marx nos da una lección en ese sentido); ¿quién defiende sus
ideales por encima de su bienestar?) Un soñador, un quijote, un perdedor (de hecho, Rafael
Bardají, profesor en la
Universidad de Zaragoza, escribió un artículo dedicado a él con este
calificativo: Un perdedor, víctima de la intransigencia. Miguel Servet,
ídolo de mi juventud, incalificable por incomprensible, caviloso y arriscado, seguidor de Erasmo de Rotterdam
con quien también tuvo encontronazos por la incondicional defensa de sus convicciones (¿por qué nos
asusta tanto lo que no concuerda con nuestra idea?), aragonés aunque mundano, librepensador pero no
iconoclasta, defensor con su vida de la Libertad de Expresión, de Pensamiento, de Reflexión, paradigma de lo
que debe ser un intelectual, incómodo y pugnaz y combativo en su análisis exhaustivo e incondicional de las situaciones. ¡Cuánto deberíamos aprender
cuando nos indican
que nos alejemos un poco de nuestra zona de confort y por no arriesgar
un sorbo de agua ni nos levantamos para movernos!
Te dejo con una viñeta del grandísimo humorista argentino
Joaquín Salvador Lavado, creador de Mafalda a quien, me da la triste sensación, hemos leído poco y mal.
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