martes, 31 de maio de 2022

Avances en medicina. Una visión personal. III

 El invierno de 1970 y un boer.

 Voy a sanarte el corazón.


¿Qué es lo más relevante?


Antes de convertirme en un epicúreo nihilista fui una persona con una clara pretensión de involucrarme  en los problemas de la Humanidad y con muy buenas intenciones de cara a la erradicación de todos los males que la afligen, que impiden un correcto desarrollo emocional, que someten a los lenes cuerpos a esfuerzos y humillaciones inimaginables, indignos de la privilegiada posición que Dios ha otorgado a su Creación, afligida y flagelada con supinos dolores y culpas y expiaciones y desdoros que, para ser criaturas presuntamente gratificadas con la gloria divina, no merecen semejante oprobio y desdoro. Lástima que esas ínfulas y vanidades de excarcelar nuestros destinos de duelos y quebrantos1 y guiarlos hasta erigirlos como monumentos a la munificencia y la promisión duraran hasta poco antes de cumplir 10 años.

En 1972 ya no pretendía salvar a la humanidad de miserias y pesadumbres, solo soñaba con el próximo partido de fútbol y la siguiente carrera de bicicletas. Pero en los años anteriores pasé por fases de profunda religiosidad (rezaba todos los días por la conversión de los comunistas y para que los niños de Guinea se bautizasen para ir al cielo a jugar conmigo a las inmersiones en los ríos del paraíso y para que mi vocación de monje cisterciense cuajase con mi ingreso en un cenobio y poder así vivir ascéticamente purificando mi alma y ganándome los galones para llegar, presta y alegremente y, como decían en aquellos tiempos, en olor de santidad, a la presencia del Altísimo); intenté resolver los graves entresijos y serios problemas de la filosofía (dónde estamos antes de nacer, quiénes somos, de dónde venimos, a dónde vamos, estamos solos en la galaxia o acompañados,...); quise erradicar las enfermedades que son la plaga de nuestra existencia (los manicomios  no pueden ser el lugar donde abandonar y esconder de la vista de los cuerdos a los que tienen delirios y visiones y distorsiones mentales, hemos de convertirlos en hospitales donde, sin mancillar su dignidad con electroshocks o baños de agua helada o camisas de fuerzas, adquieran esa lucidez que les permita ver meras  personas donde ellos ven Napoleones; los lazaretos han de tener equipos médicos que consigan medicar y recuperar a los leprosos, no solo impedir que estos contagien a los sanos; algo hay que hacer con el garfio de Hook o la pata de palo de John Silver el Largo o el ojo tuerto del conde de Rochefort para que no tengan que usar esas orfebrerías que solo sirven para simular presencia pero que son inútiles en esencia,...).



Una de esas cuestiones trascendentes que me planteaba era cuál consideraba, tras un sesudo análisis, el motor del mundo. ¿Sería el conocimiento, la cultura, la sabiduría, la ciencia, el arte? ¿Sería la religión, la mística, el seguimiento y cumplimiento de los dogmas, el rosario y la celda de expiaciones, el espíritu, el alma, el flagelo, la filacteria? ¿Sería el amor, la sensibilidad, la empatía, la bondad, la moral, la ética? ¿Sería el dinero, lo crematístico, lo tangible y contingente, lo material?

Como cabe esperar, no pude contestar a esa abstrusa cuestión aunque identifiqué, gracias a la familia, y a muy corta edad, uno de esos leitmotiv. Mi abuelo materno, el Patriarca, se llamaba José y todos los 19 de marzo reunía a su prole (10 hijos, 12 nietos y 3 bisnietos) en su casa, nos invitaba a una opípara comida que un par de cocineras contratadas a tal efecto comenzaban a preparar varios días antes, y, a los postres, en un silencio que solo las llamas del llar se atrevían a quebrar, iba llamándonos uno a uno a los presentes y directamente vinculados con él (sus yernos y nueras y nietos políticos no entraban en tal categoría) y, a cada hijo le regalaba 50000 pesetas, a cada nieto 5000 y a cada bisnieto 1000. El día anterior había acudido a Betanzos con el taxista del pueblo, Luis, decapitado años después en un terrible accidente automovilístico, a sacar del banco Echeverría el dinero necesario para tal menester. Y aquí llegó al meollo de mi observación: él no pedía pago o agradecimiento alguno; quiero creer que se congratulaba y reconfortaba compartiendo con sus descendientes su trabajo y fortuna. Pero, de alguna forma, se cobraba tal derroche de capital no en efectivo pero en tiempo. Era un nonagenario que no quería abandonar su casa y sus costumbres, con una delicada salud dilapidada en su periplo de muchos años por el cono sur de América, viudo, no quería (salvo para cocinar ese específico día) gente ajena a la familia en su casa y, de esa forma, sin peticiones ni exigencias pero siendo inflexible en su circunstancia, imponía a sus 10 hijos a, cada uno durante un mes, el ir a cuidarle a su casa (en verano toda la familia bullía por allí así que julio y agosto no contaban). En esa época la inasistencia a clase durante ese corto período de tiempo no era punible de forma que todos sus vastaguitos cumplían con la subliminal idea que él había plantado en sus mentes.

Con esto bien presente, el 1 de diciembre de 1970, a la una de la tarde, llegué a Puente Aranga con mi madre para relevar a mi tío Pepe. Hacía mucho frío y yo iba muy arropado (soy de la generación de niños cuyas madres decían Qué frío tengo. José Enrique (mi madre siempre me llamó José Enrique hasta el día en que decidió que había muerto y, a partir de ese momento, me llamó Antolín, su hermano más querido),ponte el  jersey.). El río, Mandeo,  iba muy crecido (era muy pluviosa Galicia en esa época), casi llegaba a las arcadas del puente, bordeaba las dos ventanas de la escuela unitaria donde algún rostro cetrino se distraía mirando el rápido avance de las crispadas aguas, anegaba la huerta donde Pura de Pascua plantaba tomates y lechugas y judías y pimientos, impedía el paso por el camino ribereño que conducía a mi casa y, en esas condiciones, tuvimos que usar la carretera local para llegar a ella. De la chimenea principal de casa Brañas salía un humo blanco, espeso, aromático a manzano y melocotenero y pino: Hermitas ya está haciendo la comida y tiene la casa bien caliente. Tengo ganas de un buen café. ¿Tú quieres un chocolate o quieres comer ya? Hablando así llegamos a la verja de la entrada, cruzamos rápidamente el sendero del jardín que tenía charcas y humedades de las hierbas verdes y frescas, saludamos a mis tíos y a mis primos, Marisú y Javier, y, mientras me preparaban algo para entrar en calor, subí a saludar al Patriarca. Estaba en su despacho, caldeado con una estufa de carbón, embutido en su bata de felpa, con su gorra cubriendo sus ralos cabellos canos, con un libro gordo de tapas negras en las manos. Le di un beso en su hundida mejilla (era extremadamente delgado) y le pregunté qué leía.

1.1  Una vida

-La autobiografía de Christian Barnard, el médido sudafricano que realizó el primer trasplante de corazón hace un par de años. ¿Oíste algo de eso? La verdad, pensé, los últimos años habían quedado marcados por  Armstrong y Collin y Aldrin y la Luna y Stanley Kubrik y Jesús Hermida y la televisión. Todos los niños  soñábamos con ser astronautas, con diseñar cohetes, con poner nuestros pies en Júpiter o en Ceres, con  volver renacidos en el Nuevo Hombre. -No. ¿Está bien? Y, en ese momento, me dio la primera gran alegría de  mi tierna existencia: -Cuando lo termine, te lo regalo.



Este fue mi primer libro no comprado por mis padres. Y este libro se convirtió en un referente si no intelectual, hoy en día no lo incluiría en la buena literatura, sí, vital. Con su lectura aprendí qué es el sacrificio, el éxito a partir del esfuerzo, el progreso basado en una extenuante laboriosidad, el levantarse de una amarga derrota más fuerte que en el momento de caer y más preocupado por indagar por qué el error, dónde el fallo, cuándo se torció el experimento, en qué punto hay que cambiar el paso, dónde buscar un nuevo paradigma, que en lamentarse o lamerse las llagas. La tarea que pretendían en el Hospital Groote Shuur, en Sudáfrica, era ingente (eso es ser pionero): trasplantar un corazón sano a un paciente desahuciado. Y, como siempre ante cualquier avance, hay que dar un paso atrás y ver de dónde pueden provenir esos aires que, aunque novedosos, siguen teniendo aromas a sabrosos guisos ya degustados anteriormente.

En España solemos expresar, de forma jactanciosa y casi ofensiva o ultrajante, que alguien ha redescubierto el Mediterráneo ante hechos que son leves mejoras de eventos exitosos pasados. Pero, en nuestro orgullo y en nuestra vanidad e incluso, en nuestra prepotencia, no nos percatamos de que siempre hay un antes, nada, absolutamente nada, es flor de un día, ese hermoso fruto ahora recogido en el árbol ha madurado gracias a innúmeros pormenores: sol, agua, pájaros, podas, exterminios de plagas,....

Si Einstein, científico prodigioso con una mente preclara, no hubiese publicado su teoría de la relatividad, Henry Poincarè, no menos reseñable matemático, lo habría hecho pues ya la tenía elaborada y le faltó algo  de diligencia en su presentación y defensa (o, tal vez, confianza y valor). Los descubrimientos científicos, aun  teniendo nombres y apellidos y fechas de nacimiento y de publicación en el registro, no hubiesen quedado en el olvido o sin progenitores si quienes los bautizaron no hubiesen estado allí. Es famosa la historia (deformación profesional) de la identificación de las funciones computables, a principios de los años 30 del pasado siglo. Tres matemáticos trabajando independientemente, resolvieron ese arduo problema dando soluciones muy diferentes pero, he ahí la gozosa intrahistoria en todos estos doblegamientos de la realidad ante el deslumbrante ingenio del SER HUMANO (en estos ámbitos sí merece las mayúsculas no en las iniquidades que estamos viviendo en los últimos años), convergentes. Alan Turing habló de las funciones calculables con una máquina de Turing; Alonzo Church de las funciones λ-definibles; George Gödel de las funciones recursivas, (sin olvidar los algoritmos de Markov o la máquina de Post). ¡Y todas son equivalentes entre sí!, tal como establece la Tesis de Church-Turing. La ciencia no es el hombre concreto; es el instante en que el caldo de cultivo está fermentado.

Y, en su doctorado, Barnard había aprendido la técnica que usaban en la Universidad de Minessota para hacer el trasplante en animales. Ojo: el paso de animal (rata, perro, cerdo,...) a ser humano no es nada sencillo. Habrás leído estos últimos días la noticia de un hombre al que habían implantado el corazón de un cerdo y que, al cabo de un par de semanas murió. O, por ejemplo, la noticia de que científicos en la lucha contra el envejecimiento, han logrado retrasarlo en ratones. Pero, ya nos lo anticipan, hasta dentro de cuatro lustros no se espera logro alguno con humanos.

1.2 El boer.





Christian Barnard es el protagonista de este hito en la historia de la medicina. Como indican algunos articulistas no solo es la cuestión médica la que afecta a su logro sino, palabras textuales de Ricardo Zalaquetti, cardiólogo de Chile, ... cambió para siempre el concepto de la muerte. Nacido y criado en Beaufort West, en Sudáfrica, fue un excelente estudiante que, tal como se puede vislumbrar a partir de su fascinante biografía, supo compaginar una gran laboriosidad, un prolongado estudio, una extenuante experimentación, con una vida personal pletórica (hay fotografías en blanco y negro en el interior del volumen en las que queda constancia de que el placer, la diversión, el disfrute, no son incompatibles con la responsabilidad incluso en las personas que se sienten llamadas a realizar excelsas obras en favor de la, con mayúsculas de nuevo, Humanidad. Es obvio que esa excelencia tiene contrapartidas: las enormes preocupaciones, las tribulaciones y extremas vigilancias cuando las perras gestantes a cuyos fetos habían operado para estudiar la peritonitis fetal para ulteriormente, poder resolver el problema en fetos humanos, se los comían cuando, al lamerles para limpiar los restos de placenta con que nacían (y, ¿por qué no?, para mostrarles su amor, su cariño, su ternura, la inmensa alegría que su nacimientos les había ocasionado), encontraban los puntos de sutura y, razonablemente, los consideraban inviables para la existencia y se la aliviaban (quizá seas muy joven y esto te  quede lejos pero Víctor Manuel, cantante astúrico, dedicó una canción a la madre de un drogadicto que, ante el deterioro vital de su hijo, decide visitar los antros donde él hacía acopio de la sustancia nefasta y compra la de mejor calidad para dar fin a sus cuitas: buscó los datos, aclaró sus dudas. Con un último esfuerzo, le compró la más pura y, al mirarle a los ojos, se le borró entre bruma.,



Los fracasos, las dudas, las crispaciones  producen desajustes en las relaciones con los demás pero, qué carape, ¿no estuvo Bertrand Russell en la cárcel  por su actitud antibelicista en la primer guerra mundial? Como cualquier autor seminal, tuvo que hacer un largo recorrido donde fue incorporando aquellos momentos exitosos, tanto en técnica como en instrumental, de los investigadores que le precedieron. 



Uno de esos mecanismo cuyo nombre, cuanto menos a mí, aún me impresiona es el corazón-pulmón, prodigio que permite mantener al enfermo vivo conectado a la máquina que respira por él y late por él, dando viabilidad a los médicos para realizar largas operaciones (nueve, diez, once horas) con el corazón del paciente desconectado del cuerpo, quizá en una bandeja, esperando el momento de ser reconectado y puesto en funcionamiento, mientras su cuerpo es el campo de operaciones de quince, veinte, cirujanos, anestesistas, enfermeros, cardiólogos, internistas, analistas, patólogos, inmunólogos,... Porque nuestros cuerpos tienen una innata tendencia a rechazar todo aquello que consideren perjudicial o nocivo (a fin de cuentas, las vacunas consisten en la creación de anticuerpos ante una infección localizada). De ahí la recua de médicos en esas operaciones: hay que conseguir que el paciente no rechace el trasplante. Cortisona, irradiaciones locales, esterilidad extremada, fármacos específicos: prednisona, actinomicina-C, azotihiaprina,... Pero, a pesar de estas medidas tan contundentes, absolutamente imposibles de desbordar, el primer trasplantado, Joseph Washkansky murió, de neumonía, 20 días después de la operación.

Pero, como ya dejé indicado, no partió de la nada. La frase nada nuevo bajo el sol me parece desmesurada,  , pero no peca de exceso de pesimismo. Desde finales del siglo XIX se comienza a pensar en el problema: Alexis Carrel, Charles Guthrie, Vladimir Demikhov,... hacen avances relativos pero estables, desde el trasplante heterotópico, usando el corazón del enfermo y paliando las taras con corazones ajenos hasta corazones trasplantados en los cuellos de caballos. En Chicago, en 1951, ya hay un avance técnico más sonado: usaron tres perros, uno como donante, otro como receptor y otro como depósito del corazón donante mientras este no formaba parte de la circulación de un organismo.

En Minnesota, en sus estudios de posgrado, había aprendido las técnicas para trasplantar corazones en los animales (no insistiré en la sustancial diferencia entre ambas especies; incluso el cerdo, con una fisiología muy pareja a la nuestra (te recomiendo que leas Rebelión en la granja de George Orwell), difiere sustancialmente en el tratamiento de los órganos). Antes de comenzar con el corazón, aun siendo cardiólogo de especialidad, incursionó en otros ámbitos. En las décadas 40-50 del siglo pasado, hubo el claro propósito de aliviar las penurias de las personas con problemas renales severos. Varios intentos fueron infructuosos pero, en 1950, en una clínica de Evergreen Park, EEUU, el doctor Richard Lawler realizó, por fin, el primer trasplante de riñón y con unos resultados extraordinarios. La paciente, una mujer de 44 años, pudo abandonar el suplicio de la periódica inyección de insulina cuando no la cruz de la sesión de diálisis. Y, en su camino hacia su especialidad, el estudio de las cardiopatías, Barnard, en el año 1959 dirigió en su hospital la  misma operación. Esta experiencia, lo aprendido en Minessota, las ingentes operaciones para resolver el problema de la peritonitis, todo ese avance progresivo, con idas y vueltas, breves éxitos y contundentes fracasos, las infinitas cuestiones de microcirugía que tuvo que acometer, las técnicas por él y su equipo iniciadas, propiciaron las dinámicas óptimas para el posterior logro con el corazón, en el año 1967, todavía muy frágil (el primer trasplantado no llegó a vivir un mes) pero consolidado el año siguiente, dos semanas después de la muerte de Washkansky, cuando el paciente ya vivió año y medio.

Y esto con algo fascinante para un país como es la República Sudafricana, donde el apartheid, la segregación racial, el gueto que aisló  a los negros de los blancos formaba parte de su cultura: el donante era negro y el receptor blanco.

Como ves, implicaciones en múltiples ámbitos del saber no solo en cuestiones médicas: ética, filosofía, teología,... Considera, por ejemplo, que los testigos de Jehová no permiten a sus fieles recibir transfusiones porque, a fin de cuentas, el cuerpo humano es cosa del Creador y si él determina su deterioro y posterior podredumbre, ¿quiénes somos nosotros para contrariarle?

Terminé de leer el libro el 4 de enero de 1971. Y el 5, a las 12 de la mañana, murió el Patriarca, sarcásticamente, a causa de su extenuado corazón casi centenario.

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