Voy a sanarte el corazón.
Antes de convertirme en un epicúreo
nihilista fui una persona con una clara pretensión de involucrarme
en los problemas de la Humanidad
y con muy buenas intenciones de cara a la erradicación de todos los males
que la afligen, que impiden un correcto desarrollo emocional, que someten a los
lenes cuerpos a esfuerzos y
humillaciones inimaginables, indignos de la privilegiada posición que Dios ha
otorgado a su Creación, afligida y
flagelada con supinos dolores y culpas y expiaciones y desdoros que, para ser
criaturas presuntamente gratificadas
con la gloria divina, no merecen semejante oprobio y desdoro. Lástima que esas ínfulas y vanidades de excarcelar nuestros
destinos de duelos y quebrantos1 y guiarlos hasta erigirlos como monumentos a la munificencia y la
promisión duraran hasta poco antes de cumplir 10 años.
En 1972 ya no pretendía salvar a la humanidad
de miserias y pesadumbres, solo soñaba con el próximo partido de fútbol y la
siguiente carrera de bicicletas. Pero en los años anteriores pasé por fases de
profunda religiosidad (rezaba todos los días por la conversión de los comunistas y para que los niños
de Guinea se bautizasen para ir al cielo
a jugar conmigo a las inmersiones en los ríos del paraíso y para que mi
vocación de monje cisterciense cuajase con mi ingreso
en un cenobio y poder así vivir
ascéticamente purificando mi alma y ganándome los galones para llegar, presta y alegremente y, como decían
en aquellos tiempos,
en olor de santidad, a la
presencia del Altísimo); intenté resolver los graves entresijos y serios
problemas de la filosofía (dónde estamos
antes de nacer, quiénes somos, de dónde venimos, a dónde vamos, estamos solos
en la galaxia o acompañados,...); quise erradicar las enfermedades que son la plaga de nuestra existencia (los manicomios no
pueden ser el lugar donde abandonar y esconder de la vista de los cuerdos a los
que tienen delirios y visiones y
distorsiones mentales, hemos de convertirlos en hospitales donde, sin mancillar
su dignidad con electroshocks o baños de agua helada o camisas de fuerzas,
adquieran esa lucidez
que les permita ver meras personas donde ellos ven Napoleones; los
lazaretos han de tener equipos médicos que consigan medicar y recuperar a los leprosos, no solo impedir
que estos contagien a los sanos; algo hay que hacer con el garfio de Hook o la pata de palo de John Silver el Largo o el ojo tuerto del conde de Rochefort
para que no tengan que usar esas orfebrerías que solo sirven para simular
presencia pero que son inútiles
en esencia,...).
Una de esas cuestiones trascendentes
que me planteaba era cuál consideraba, tras un sesudo análisis, el motor del mundo. ¿Sería el conocimiento,
la cultura, la sabiduría, la ciencia, el arte? ¿Sería la religión, la mística,
el seguimiento y cumplimiento de los dogmas,
el rosario y la celda de expiaciones, el espíritu, el alma, el flagelo, la filacteria? ¿Sería el amor, la sensibilidad, la empatía, la bondad, la moral, la ética? ¿Sería
el dinero, lo crematístico, lo tangible y contingente, lo material?
Como
cabe esperar, no pude contestar
a esa abstrusa cuestión aunque sí identifiqué, gracias a la familia, y a muy corta edad, uno de esos leitmotiv. Mi abuelo materno,
el Patriarca, se llamaba José y todos
los 19 de marzo reunía a su prole (10 hijos, 12 nietos
y 3 bisnietos) en su casa, nos invitaba a una opípara comida que un par de
cocineras contratadas a tal efecto
comenzaban a preparar varios días antes, y, a los postres, en un silencio que
solo las llamas del llar se atrevían a quebrar, iba llamándonos uno a uno a los presentes y directamente vinculados
con él (sus yernos y nueras y nietos políticos no entraban en tal categoría) y, a cada hijo le regalaba 50000
pesetas, a cada nieto
5000 y a cada bisnieto 1000. El día anterior había acudido a Betanzos con el
taxista del pueblo, Luis, decapitado
años después en un terrible accidente automovilístico, a sacar del banco
Echeverría el dinero necesario para
tal menester. Y aquí llegó al meollo de mi observación: él no pedía pago o
agradecimiento alguno; quiero creer
que se congratulaba y reconfortaba compartiendo con sus descendientes su
trabajo y fortuna. Pero,
de alguna forma,
se cobraba tal derroche de capital no en efectivo
pero sí en tiempo. Era un nonagenario que no quería
abandonar su casa y sus costumbres, con una delicada salud dilapidada en su periplo de muchos años por el cono sur de
América, viudo, no quería (salvo para cocinar ese específico día) gente ajena a la familia en su casa y, de
esa forma, sin peticiones ni exigencias pero siendo inflexible en su circunstancia, imponía a sus 10 hijos a, cada uno durante un mes, el ir a cuidarle
a su casa (en verano toda la familia bullía por allí así que julio
y agosto no contaban). En esa época la inasistencia a clase durante ese corto período de tiempo no era punible de
forma que todos sus vastaguitos cumplían con la subliminal idea que él había plantado en sus mentes.
Con esto bien presente, el 1 de diciembre de 1970, a la una de la tarde, llegué a Puente Aranga con mi
madre para relevar a mi tío Pepe. Hacía mucho frío y yo iba muy arropado (soy
de la generación de niños cuyas
madres decían Qué frío tengo. José
Enrique (mi madre siempre me llamó José Enrique hasta el día en que decidió que había muerto y, a partir de ese momento,
me llamó Antolín, su hermano más querido),ponte el jersey.). El río, Mandeo, iba muy crecido (era muy pluviosa Galicia en
esa época), casi llegaba a las arcadas del puente, bordeaba
las dos ventanas de la escuela unitaria
donde algún rostro
cetrino se distraía mirando el rápido avance de las crispadas aguas, anegaba la huerta donde Pura de Pascua plantaba
tomates y lechugas
y judías y pimientos, impedía
el paso por el camino
ribereño que conducía
a mi casa y, en esas condiciones, tuvimos que usar la carretera
local para llegar a ella. De la chimenea principal
de casa Brañas salía un humo blanco, espeso, aromático
a manzano y melocotenero y pino: Hermitas ya está haciendo
la comida y tiene la casa bien caliente. Tengo ganas de un buen café.
¿Tú quieres un chocolate o quieres comer ya? Hablando así llegamos a la verja
de la entrada, cruzamos rápidamente el sendero del jardín que tenía charcas y humedades
de las hierbas verdes y frescas, saludamos
a mis tíos y a mis primos, Marisú
y Javier, y, mientras me preparaban algo para entrar en calor, subí a saludar
al Patriarca. Estaba en su despacho, caldeado con una estufa de carbón, embutido en
su bata de felpa, con su gorra cubriendo sus ralos cabellos canos, con un
libro gordo de tapas negras en las manos. Le di un beso en su hundida mejilla
(era extremadamente delgado)
y le pregunté qué leía.
1.1 Una vida
-La autobiografía de Christian Barnard, el médido sudafricano que realizó el primer trasplante de corazón hace un par de años. ¿Oíste algo de eso? La verdad, pensé, los últimos años habían quedado marcados por Armstrong y Collin y Aldrin y la Luna y Stanley Kubrik y Jesús Hermida y la televisión. Todos los niños soñábamos con ser astronautas, con diseñar cohetes, con poner nuestros pies en Júpiter o en Ceres, con volver renacidos en el Nuevo Hombre. -No. ¿Está bien? Y, en ese momento, me dio la primera gran alegría de mi tierna existencia: -Cuando lo termine, te lo regalo.
Este fue mi primer libro no comprado por mis padres. Y este libro se convirtió en un referente si no intelectual, hoy en día no lo incluiría en la buena literatura, sí, vital. Con su lectura aprendí qué es el sacrificio, el éxito a partir del esfuerzo, el progreso basado en una extenuante laboriosidad, el levantarse de una amarga derrota más fuerte que en el momento de caer y más preocupado por indagar por qué el error, dónde el fallo, cuándo se torció el experimento, en qué punto hay que cambiar el paso, dónde buscar un nuevo paradigma, que en lamentarse o lamerse las llagas. La tarea que pretendían en el Hospital Groote Shuur, en Sudáfrica, era ingente (eso es ser pionero): trasplantar un corazón sano a un paciente desahuciado. Y, como siempre ante cualquier avance, hay que dar un paso atrás y ver de dónde pueden provenir esos aires que, aunque novedosos, siguen teniendo aromas a sabrosos guisos ya degustados anteriormente.
En España solemos expresar, de forma
jactanciosa y casi ofensiva o ultrajante, que
alguien ha redescubierto el Mediterráneo ante
hechos que son leves mejoras de eventos exitosos pasados. Pero, en nuestro orgullo y en nuestra
vanidad e incluso, en nuestra prepotencia, no nos percatamos de que siempre
hay un antes, nada, absolutamente nada, es flor de un día, ese hermoso fruto
ahora recogido en el árbol ha madurado gracias
a innúmeros pormenores: sol, agua, pájaros,
podas, exterminios de plagas,....
Si Einstein, científico prodigioso con una mente preclara,
no hubiese publicado
su teoría de la relatividad, Henry Poincarè, no menos reseñable matemático, lo habría hecho pues ya la tenía elaborada y le faltó algo
de
diligencia en su presentación y defensa (o, tal vez, confianza y valor). Los
descubrimientos científicos, aun teniendo nombres y apellidos y fechas de nacimiento y de publicación en el registro, no hubiesen quedado
en el olvido o sin progenitores si quienes los bautizaron no hubiesen
estado allí. Es famosa la historia (deformación profesional) de la identificación de las funciones
computables, a principios de los años 30 del pasado siglo. Tres matemáticos
trabajando independientemente, resolvieron ese arduo problema dando soluciones muy diferentes pero, he ahí la gozosa
intrahistoria en todos estos doblegamientos de la realidad
ante el deslumbrante ingenio del SER HUMANO (en estos ámbitos sí merece
las mayúsculas no en las iniquidades
que estamos viviendo en los últimos años), convergentes. Alan Turing habló de
las funciones calculables con una máquina
de Turing; Alonzo
Church de las funciones λ-definibles; George
Gödel de las funciones recursivas, (sin olvidar
los algoritmos de Markov o la máquina de Post). ¡Y todas son equivalentes entre sí!, tal como
establece la Tesis de Church-Turing.
La ciencia no es el hombre concreto;
es el instante en que el caldo de cultivo está fermentado.
Y, en su doctorado, Barnard había aprendido la técnica que usaban en la Universidad de Minessota para hacer el trasplante en animales. Ojo: el paso de animal (rata, perro, cerdo,...) a ser humano no es nada sencillo. Habrás leído estos últimos días la noticia de un hombre al que habían implantado el corazón de un cerdo y que, al cabo de un par de semanas murió. O, por ejemplo, la noticia de que científicos en la lucha contra el envejecimiento, han logrado retrasarlo en ratones. Pero, ya nos lo anticipan, hasta dentro de cuatro lustros no se espera logro alguno con humanos.
1.2 El boer.
Christian Barnard es el protagonista de
este hito en la historia de la medicina. Como indican algunos articulistas no solo es la cuestión
médica la que afecta a su logro sino, palabras
textuales de Ricardo
Zalaquetti, cardiólogo de Chile, ... cambió
para siempre el concepto
de la muerte. Nacido y criado
en Beaufort West, en Sudáfrica, fue un excelente
estudiante que, tal como se puede vislumbrar a partir de su fascinante biografía, supo compaginar una gran
laboriosidad, un prolongado estudio, una extenuante experimentación, con una vida personal pletórica (hay
fotografías en blanco y negro en el interior del volumen en las que queda constancia de que el placer, la diversión, el disfrute, no son incompatibles con la responsabilidad incluso en las
personas que se sienten llamadas a realizar excelsas obras en favor de la, con
mayúsculas de nuevo, Humanidad. Es obvio que esa excelencia tiene contrapartidas: las enormes preocupaciones, las tribulaciones y extremas vigilancias cuando las perras
gestantes a cuyos fetos habían operado para estudiar la peritonitis fetal para ulteriormente, poder resolver el problema en fetos humanos,
se los comían cuando, al lamerles para limpiar los restos de placenta con
que nacían (y, ¿por qué no?, para mostrarles su amor, su cariño, su ternura,
la inmensa alegría
que su nacimientos les había ocasionado), encontraban los puntos de sutura y, razonablemente, los consideraban
inviables para la existencia y se la aliviaban (quizá seas muy joven y esto te quede lejos pero Víctor Manuel, cantante
astúrico, dedicó una canción a la madre de un drogadicto que, ante el deterioro vital de su hijo, decide visitar los antros donde él hacía acopio de la sustancia
nefasta y compra la
de mejor calidad para dar fin a sus cuitas: buscó
los datos, aclaró sus dudas. Con un último esfuerzo, le compró la más pura y, al mirarle
a los ojos, se le borró entre bruma.,
Los fracasos, las dudas, las crispaciones producen
desajustes en las relaciones con los demás pero, qué carape, ¿no estuvo
Bertrand Russell en la cárcel por su actitud antibelicista en la
primer guerra mundial? Como cualquier autor seminal, tuvo que hacer un largo recorrido donde fue incorporando aquellos momentos exitosos,
tanto en técnica como en instrumental, de los investigadores que le precedieron.
Uno de esos mecanismo cuyo nombre,
cuanto menos a mí, aún me impresiona es el corazón-pulmón, prodigio
que permite mantener
al enfermo vivo conectado a la máquina
que respira por él y late por él, dando viabilidad a los médicos
para realizar largas
operaciones (nueve, diez, once horas) con el corazón del
paciente desconectado del cuerpo, quizá en una bandeja, esperando el momento de ser reconectado y puesto en
funcionamiento, mientras su cuerpo es el campo de operaciones de quince,
veinte, cirujanos, anestesistas, enfermeros, cardiólogos, internistas, analistas, patólogos, inmunólogos,... Porque nuestros cuerpos
tienen una innata
tendencia a rechazar
todo aquello que consideren perjudicial o nocivo (a fin de cuentas, las vacunas consisten en la creación
de anticuerpos ante una infección localizada).
De ahí la recua de médicos en esas operaciones: hay que conseguir que el
paciente no rechace el trasplante. Cortisona,
irradiaciones locales, esterilidad extremada, fármacos específicos: prednisona,
actinomicina-C, azotihiaprina,... Pero,
a pesar de estas medidas
tan contundentes, absolutamente imposibles de desbordar, el primer trasplantado, Joseph Washkansky murió, de neumonía,
20 días después de la operación.
Pero, como ya dejé indicado, no partió
de la nada. La frase nada nuevo bajo el
sol me parece desmesurada, , pero
no peca de exceso de pesimismo. Desde finales del siglo XIX se comienza
a pensar en el problema:
Alexis Carrel, Charles
Guthrie, Vladimir Demikhov,... hacen avances relativos pero estables, desde el
trasplante heterotópico, usando el corazón del enfermo y paliando las taras
con corazones ajenos hasta corazones trasplantados
en los cuellos de caballos. En Chicago, en 1951, ya hay un avance técnico más
sonado: usaron tres perros, uno como donante, otro como receptor
y otro como depósito del corazón donante mientras este no formaba parte de la circulación de un organismo.
En Minnesota, en sus estudios de
posgrado, había aprendido las técnicas para trasplantar corazones en los animales
(no insistiré en la sustancial diferencia entre ambas especies; incluso
el cerdo, con una fisiología muy pareja a la
nuestra (te recomiendo que leas Rebelión
en la granja de George Orwell), difiere sustancialmente en el tratamiento de los órganos). Antes
de comenzar con el corazón, aun siendo cardiólogo de especialidad, incursionó en otros ámbitos. En las
décadas 40-50 del siglo pasado, hubo el claro propósito de aliviar las penurias
de las personas con problemas
renales severos. Varios intentos fueron infructuosos pero, en 1950, en
una clínica de Evergreen Park, EEUU, el doctor Richard
Lawler realizó, por fin, el primer trasplante de riñón y con unos resultados extraordinarios. La paciente, una mujer de 44 años, pudo abandonar el suplicio de la periódica
inyección de insulina
cuando no la cruz de la sesión de diálisis.
Y, en su camino hacia su especialidad, el estudio de las cardiopatías, Barnard, en el año 1959 dirigió en su hospital
la misma operación. Esta experiencia, lo
aprendido en Minessota, las ingentes operaciones para resolver el problema de la peritonitis, todo ese
avance progresivo, con idas y vueltas, breves éxitos y contundentes fracasos, las infinitas cuestiones de microcirugía
que tuvo que acometer, las técnicas por él y su equipo iniciadas, propiciaron las dinámicas óptimas para el posterior
logro con el corazón, en el año 1967, todavía
muy frágil (el primer trasplantado no llegó a vivir un mes) pero
consolidado el año siguiente, dos semanas después
de la muerte de Washkansky, cuando el paciente ya vivió año y medio.
Y esto con algo fascinante para un país como es la República Sudafricana, donde el apartheid, la segregación racial,
el gueto que aisló
a los negros de los blancos formaba parte de su cultura: el donante era negro y el receptor
blanco.
Como ves, implicaciones en múltiples
ámbitos del saber no solo en cuestiones médicas: ética, filosofía, teología,... Considera, por ejemplo, que
los testigos de Jehová no permiten a sus fieles recibir transfusiones porque, a fin de cuentas, el cuerpo humano
es cosa del Creador y si él determina su deterioro y posterior podredumbre, ¿quiénes somos nosotros
para contrariarle?
Terminé de leer el libro el 4 de enero de 1971. Y el 5, a las 12 de la mañana, murió el Patriarca, sarcásticamente, a causa de su extenuado
corazón casi centenario.
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