luns, 28 de xuño de 2021

¿FINAL? De Enrique Freire

 Mi maestro (en el lato sentido de la palabra), mi guía intelectual, académico, personal, emocional, gastronómico, paisajístico, religioso, fue un probo contador de Fenosa Excelente dibujante y solvente trabajador de la madera, me enseñó dos cosas que, por muchos años que pasen, siguen vigentes en mi recuerdo (un día soleado, ventoso, buscando en las rocas en los alrededores de Laxe un buen puesto de pesca, cada cual, con su caña, él con una nasa donde llevaba los pertrechos necesarios (cebos (yo solo ponía anzuelos y señuelos artificiales, los bichos me daban algo de dentera), red, sedales, carretes...), yo con la comida y la bebida y el cuaderno.

Camariñas, interpretada por Luar na lubre.

Y esta fue la primera de sus enseñanzas o consejos esenciales (y que yo extiendo donde alcanzo). Tenía la inveterada costumbre, asumida ciegamente por mí, de portar siempre encima una libreta y un lápiz y, cualquier hecho que resultase llamativo, apuntarlo, analizarlo, enjuiciarlo, expresarlo con otras palabras a ver si era más inteligible o tenía otro sentido. El hecho de hacer segundas lecturas o lecturas entre líneas puede llevar a extremos histriónicos (como aquel libro de matemáticas escrito por un profesor norteamericano (de USA) donde hablaba del Theorem of uniqueness and existence traducido por un creativo mexicano como El único teorema que existe).

Desde entonces llevo un diario. Todos los días y a casi todas las horas, escribo lo que me resulta curioso o pintoresco tanto por elusivo como por irónico o cruel o banal o enervante (hoy en día hay una terapia psicológica basada en la escritura como recurso terapéutico (grosso modo, autopsicoanálisis sin diván)).

 Los dos últimos años, por las aciagas circunstancias que han devorado vuestros hábitos, han concitado muchas de esas páginas, muchas historias, muchas cavilaciones, muchas devastadoras y reveladoras disquisiciones acerca de mí mismo y de mis circunstancias, muchos devaneos sobre el (sin)sentido de las cosas. Tanto tiempo con uno mismo da para reconocer aspectos del carácter que, quizá, sin esos períodos de aislamiento y, posiblemente, soledad (el extraordinario Luis Landero habla de la soledad multitudinaria, la que desarrollamos entre los demás, un alejamiento selectivo del trasiego mundano pero inmerso en él), pasarían desapercibidos: un rictus jamás intuido, un mohín indómito en los labios, unas quejas inmisericordes y acerbas, una vesania inimaginable ante un acaso trivial, una imaginación tendente a la delicuescencia, un tic fácilmente desapercibido durante largo tiempo, una tendencia a la inoperancia sorprendente, una aversión soterrada a la música country. 

Es como quien sufre un infarto y, a partir de ese momento, es constantemente consciente del latir de su corazón y cuenta los latidos y siente el discurrir de la sangre por sus venas y arterias. Es como aquel que ha convivido muchos años con alguien y, cuando le deja por cenutrio y estólido y mediocre, se conduele de su abandono, rememorando una presencia antaño preterida, postergada o, simplemente, ninguneada. Ese andoba, de repente, se convierte en Milagros o en Eustaquio o en Minerva o en Pancracio. Es como viajar tras una larga convalecencia. Cada kilómetro de carretera, cada curva, cada peralte, cada cruce son descollantes, ¡qué trazado!, ¡qué suavidad de conducción!, ¡qué firme!, cada vidriera de iglesia es la más maravillosa del arte mundial, cualquier dintel es El Dintel por antonomasia, esa celosía será mudéjar o judía, ¿qué habrá en los sótanos de estas casas, laberintos para huir en caso de razia?

The lonely sheperd, interpretada por Sjepan Hauser.


Estuvimos confinados casi tres meses. Algunos encontramos farmacias y panaderías a millas de nuestra casa por el mero propósito de abandonar un rato las cuatro paredes (como si hubiesen sido 24) de nuestro hogar. Las ferreterías ganaron ingentes cantidades de dinero pues todos nos percatamos de que nuestras habilidades en el bricolaje excedían las de cualquier manitas. Amazon nos visitaba casi todos los días (un tóner de impresora, tinta para la estilográfica, un libro de Sylvia Plath, la partitura de la Milonga del ángel de Astor Piazzola, el libro de Miguel Torga cuya lectura se nos antoja, ahora, impostergable, una palomitera, una bicicleta estática). Hemos cocinado hasta alcanzar el nivel de un buen chef (un blanquette de boeuf, unos huevos a la flamenca, un calzone con burrata y tomate y panceta y alcachofa, una pularda rellena con una farsa compuesta de melocotones deshidratados, pasas, piñones, carne de ternera, guindilla, pimiento choricero..., unas manitas de cerdo rellenas de changurro...). Y, por fin, hemos puesto las cuentas al día (no hay apenas gastos salvo los de la farmacia, los de Amazon y los de la gasolinera), hemos hecho una hoja de cálculo con haberes y gastos, previsiones de consumos y ahorro, control diario de pagos, hemos aprendido idiomas (¿realmente necesitamos saber chino cantonés?), intentamos descifrar el bello arte de los ideogramas, incluso hemos leído tesis acerca de la gematría, de las maqbaras. Hemos comenzado a seguir canales de Youtube insólitos a nuestro entendimiento un par de meses antes: Sezar Blue nos lleva de restaurantes, Mario Saban, genio argentino de las seis tesis doctorales, nos enseña Cábala, seguimos las clases magistrales de José María Gallardo del Rey, avalamos la relevancia intelectual de Ramón López de Mántaras, empezamos a desear para nosotros la vehemencia de Inés María Baragatti, invocamos la gracia y el buen hacer de Adrián Paenza, de Eduardo Sáenz de Cabezón, envidiamos la simpatía de Itzíar Sistiaga,...

Hemos leído; hemos escuchado música; hemos hablado con la familia hasta saturarlos bien de historias reiteradas hasta la saciedad bien de invenciones para deleite y disfrute y sorpresa y regocijo de la concurrencia; hemos comido preparaciones culinarias saludables (calabacines rellenos de espárragos gratinados con pan rallado y ajo), conocemos todos los recovecos de nuestra casa, aprendimos a cambiar lámparas de coche, incluso hemos aprendido a planchar, a usar almidón con las camisas, a coser botones indolentes, a leer los posos del mate, a diferenciar el hibisco del hinojo, a limpiar calamares y San Pedros, a rellenar patos, a hacer marionetas, a intentar anticiparse a la siguiente humorada de Les Luthiers,... Incluso hemos hecho apuestas con nosotros mismos: este año tampoco le dan el Nobel a Haruki Murakami; nos llevamos una gratísima sorpresa cuando premian con el princesa de Asturias de las letras a Emmanuel Carrère, escritor al que admiramos por la soltura, solvencia, exquisitez, inteligencia, emoción y circunspección con que narra sus (algunas dramáticas) situaciones vitales (otro al que hemos seguido ha sido el excelente escritor Jaime Bayly, maestro en el arte de usar su vida como tema libre para desplegar su creatividad, en su diatriba diaria contra el régimen chavista desde su programa online).

Ha sido el último un año marcado por el distanciamiento y la mascarilla (en Aragón usan la palabra mascaruela para un tipo de peras: me desagradan estas tanto como las mascarillas. Ergo, a ambas las llamo igual). Hemos vivido con una cierta modorra letárgica y, sin llegar a ser lisérgica, sí se siente una diferente percepción del tiempo, una premura cadenciosa, una ambigüedad neta, una sinestesia domeñada, provocado todo ello por esas miasmas, esas exhalaciones de nuestro propio desaliento (¿padecemos, quizás, todos de halitosis?), un lento captar, un procesar digno de la peor digestión, un concluir sin discernimiento ni convicción ni ciencia.

Si ante un ataque de nervios nos recomiendan una bolsa para controlar la respiración, este uso continuo de la mascaruela nos ha sedado y aletargado, nos ha hecho hedonistas del aire libre, suplicantes del contacto de una mano o una mejilla en nuestros labios o en nuestra mejilla. No sé cómo ha llevado el resto de la humanidad este período, pero debe reconocer que me ha arraigado en mis desafueros, no ha corregido mis excesos (incluso diría que los ha soliviantado), ha incrementado mi afán de estar y no solo ser, me ha hecho aún más introspectivo, pero con una extraña componente expositiva. Quizá, en el fondo, quiera vivir la soledad multitudinaria preconizada por Landero.

La milonga del ángel, interpretada por José María Gallardo del Rey (la obra es una gozada pero el arreglo de Gallardo es un prodigio).



Y, ahora, en junio, ¿qué? Intuimos que con las vacunas ampliando su espectro de aplicación, con la sorprendente escasa incidencia de las diferentes cepas y la contundente eficiencia de aquellas, con la necesidad imperiosa de disfrutar de toda nuestra libertad pero siendo conscientes de nuestra fragilidad, comenzaremos un nuevo ciclo aproximándonos con precaución pero con decisión al monolito tal como hicieron aquellos monos u homínidos de 2001, el fascinante libro de Arthur C. Clark llevado, brillantemente, al cine por Stanley Kubrick. ¿Qué sorprendente aprendizaje nos reportará esa aproximación? ¿Qué nueva perspectiva nos aportará? Cambian las circunstancias y cambian las prioridades. Incluso los introvertidos ansían participar de la nueva revolución relacional. Atisbo un cierto hastío y una aún sutil declinación en las comunicaciones cibernéticas y móviles. Queremos ver la tez real de la gente, no la pixelada imagen en un monitor (por muy bueno que sea). Deseamos descodificar nuestras relaciones (sí, me refiero a abandonar el saludo con los codos) para volver a dar un par de ósculos a la persona que saludamos (vale, uno en Argentina). Cruzarte con alguien y, sin motivo alguno salvo el ser un nuevo ser, sonreírle (cuánta vigencia tiene el ojalá me mire aquella rubia al pasar de Loquillo en el Rompeolas).

Siento que ya no soy yo quien escribe, que un efluvio espirituoso y delirante se apodera de los circuitos cerebrales que controlan mis dedos y estos, obsecuentes hasta el delito, pulsan las teclas que esas enajenaciones oníricas consideran. Mi espíritu, impelido por el aliento, choca contra la mascaruela y retorna a mi ser corrupto y veleidoso, aquiescente y perezoso, rebelde y airoso, quebradizo y angustioso. La liberación del apéndice nos planteará un dilema crucial pero que, ante el nuevo cariz de las cosas, viviremos sin estridencias: ¿podremos seguir amparándonos en algún anonimato para seguir muñendo una vida trasunta o habremos de ser, por fin, sinceros en nuestro coexistir?

Dejé de ver a San Juan hace muchos años. Un día, en la playa, me encontré con un amigo común, Antonio. Hablamos de todo y me percaté de que eludía hablar de nuestro colega de jaranas y joropos. Al final me lo dijo: murió hace varios años de una neumonía. Una corriente helada discurrió por mi espalda. Un latigazo que no me permitió responder. Antonio, con la presciencia que da la edad, esperó pacientemente a que me rehiciese. Hablamos, entonces, un poco más de todo (para no centrar la conversación en lo más doloroso) y yo recordé su segunda enseñanza imprescindible: el presente no existe, cuando es ya es pasado y cuando aún no es, es futuro. Una forma ambigua pero clara de decirme, Quique, Carpe Diem.

 Y Volando voy, un momento muy alegre con Camarón de la Isla cantando la canción de Kiko Veneno. ¡Que mejor salida de una gruta!

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