Mi maestro (en el lato sentido de la palabra), mi guía intelectual, académico, personal, emocional, gastronómico, paisajístico, religioso, fue un probo contador de Fenosa Excelente dibujante y solvente trabajador de la madera, me enseñó dos cosas que, por muchos años que pasen, siguen vigentes en mi recuerdo (un día soleado, ventoso, buscando en las rocas en los alrededores de Laxe un buen puesto de pesca, cada cual, con su caña, él con una nasa donde llevaba los pertrechos necesarios (cebos (yo solo ponía anzuelos y señuelos artificiales, los bichos me daban algo de dentera), red, sedales, carretes...), yo con la comida y la bebida y el cuaderno.
Camariñas,
interpretada por Luar na lubre.
Y esta fue
la primera de sus enseñanzas o consejos esenciales (y que yo extiendo donde
alcanzo). Tenía la inveterada costumbre, asumida ciegamente por mí, de portar
siempre encima una libreta y un lápiz y, cualquier hecho que resultase llamativo,
apuntarlo, analizarlo, enjuiciarlo, expresarlo con otras palabras a ver si era
más inteligible o tenía otro sentido. El hecho de hacer segundas lecturas o
lecturas entre líneas puede llevar a extremos histriónicos (como aquel libro de
matemáticas escrito por un profesor norteamericano (de USA) donde hablaba del
Theorem of uniqueness and existence traducido por un creativo mexicano como El
único teorema que existe).
Desde
entonces llevo un diario. Todos los días y a casi todas las horas, escribo lo que
me resulta curioso o pintoresco tanto por elusivo como por irónico o cruel o
banal o enervante (hoy en día hay una terapia psicológica basada en la
escritura como recurso terapéutico (grosso modo, autopsicoanálisis sin diván)).
Los dos últimos años, por las aciagas
circunstancias que han devorado vuestros hábitos, han concitado muchas de esas
páginas, muchas historias, muchas cavilaciones, muchas devastadoras y
reveladoras disquisiciones acerca de mí mismo y de mis circunstancias, muchos
devaneos sobre el (sin)sentido de las cosas. Tanto tiempo con uno mismo da para
reconocer aspectos del carácter que, quizá, sin esos períodos de aislamiento y,
posiblemente, soledad (el extraordinario Luis Landero habla de la soledad
multitudinaria, la que desarrollamos entre los demás, un alejamiento selectivo
del trasiego mundano pero inmerso en él), pasarían desapercibidos: un rictus
jamás intuido, un mohín indómito en los labios, unas quejas inmisericordes y
acerbas, una vesania inimaginable ante un acaso trivial, una imaginación
tendente a la delicuescencia, un tic fácilmente desapercibido durante largo
tiempo, una tendencia a la inoperancia sorprendente, una aversión soterrada a
la música country.
Es como
quien sufre un infarto y, a partir de ese momento, es constantemente consciente
del latir de su corazón y cuenta los latidos y siente el discurrir de la sangre
por sus venas y arterias. Es como aquel que ha convivido muchos años con
alguien y, cuando le deja por cenutrio y estólido y mediocre, se conduele de su
abandono, rememorando una presencia antaño preterida, postergada o,
simplemente, ninguneada. Ese andoba, de repente, se convierte en Milagros o en
Eustaquio o en Minerva o en Pancracio. Es como viajar tras una larga
convalecencia. Cada kilómetro de carretera, cada curva, cada peralte, cada
cruce son descollantes, ¡qué trazado!, ¡qué suavidad de conducción!, ¡qué
firme!, cada vidriera de iglesia es la más maravillosa del arte mundial,
cualquier dintel es El Dintel por antonomasia, esa celosía será mudéjar o judía,
¿qué habrá en los sótanos de estas casas, laberintos para huir en caso de
razia?
The lonely
sheperd, interpretada por Sjepan Hauser.
Estuvimos
confinados casi tres meses. Algunos encontramos farmacias y panaderías a millas
de nuestra casa por el mero propósito de abandonar un rato las cuatro paredes
(como si hubiesen sido 24) de nuestro hogar. Las ferreterías ganaron ingentes
cantidades de dinero pues todos nos percatamos de que nuestras habilidades en
el bricolaje excedían las de cualquier manitas. Amazon nos visitaba casi todos
los días (un tóner de impresora, tinta para la estilográfica, un libro de
Sylvia Plath, la partitura de la Milonga del ángel de Astor Piazzola, el libro
de Miguel Torga cuya lectura se nos antoja, ahora, impostergable, una
palomitera, una bicicleta estática). Hemos cocinado hasta alcanzar el nivel de
un buen chef (un blanquette de boeuf, unos huevos a la flamenca, un calzone con
burrata y tomate y panceta y alcachofa, una pularda rellena con una farsa
compuesta de melocotones deshidratados, pasas, piñones, carne de ternera,
guindilla, pimiento choricero..., unas manitas de cerdo rellenas de changurro...).
Y, por fin, hemos puesto las cuentas al día (no hay apenas gastos salvo los de
la farmacia, los de Amazon y los de la gasolinera), hemos hecho una hoja de
cálculo con haberes y gastos, previsiones de consumos y ahorro, control diario
de pagos, hemos aprendido idiomas (¿realmente necesitamos saber chino
cantonés?), intentamos descifrar el bello arte de los ideogramas, incluso hemos
leído tesis acerca de la gematría, de las maqbaras. Hemos comenzado a seguir
canales de Youtube insólitos a nuestro entendimiento un par de meses antes:
Sezar Blue nos lleva de restaurantes, Mario Saban, genio argentino de las seis
tesis doctorales, nos enseña Cábala, seguimos las clases magistrales de José
María Gallardo del Rey, avalamos la relevancia intelectual de Ramón López de
Mántaras, empezamos a desear para nosotros la vehemencia de Inés María
Baragatti, invocamos la gracia y el buen hacer de Adrián Paenza, de Eduardo
Sáenz de Cabezón, envidiamos la simpatía de Itzíar Sistiaga,...
Hemos leído;
hemos escuchado música; hemos hablado con la familia hasta saturarlos bien de
historias reiteradas hasta la saciedad bien de invenciones para deleite y
disfrute y sorpresa y regocijo de la concurrencia; hemos comido preparaciones
culinarias saludables (calabacines rellenos de espárragos gratinados con pan
rallado y ajo), conocemos todos los recovecos de nuestra casa, aprendimos a
cambiar lámparas de coche, incluso hemos aprendido a planchar, a usar almidón
con las camisas, a coser botones indolentes, a leer los posos del mate, a
diferenciar el hibisco del hinojo, a limpiar calamares y San Pedros, a rellenar
patos, a hacer marionetas, a intentar anticiparse a la siguiente humorada de
Les Luthiers,... Incluso hemos hecho apuestas con nosotros mismos: este año
tampoco le dan el Nobel a Haruki Murakami; nos llevamos una gratísima sorpresa
cuando premian con el princesa de Asturias de las letras a Emmanuel Carrère,
escritor al que admiramos por la soltura, solvencia, exquisitez, inteligencia,
emoción y circunspección con que narra sus (algunas dramáticas) situaciones
vitales (otro al que hemos seguido ha sido el excelente escritor Jaime Bayly,
maestro en el arte de usar su vida como tema libre para desplegar su
creatividad, en su diatriba diaria contra el régimen chavista desde su programa
online).
Ha sido el
último un año marcado por el distanciamiento y la mascarilla (en Aragón usan la
palabra mascaruela para un tipo de peras: me desagradan estas tanto como las
mascarillas. Ergo, a ambas las llamo igual). Hemos vivido con una cierta
modorra letárgica y, sin llegar a ser lisérgica, sí se siente una diferente
percepción del tiempo, una premura cadenciosa, una ambigüedad neta, una
sinestesia domeñada, provocado todo ello por esas miasmas, esas exhalaciones de
nuestro propio desaliento (¿padecemos, quizás, todos de halitosis?), un lento
captar, un procesar digno de la peor digestión, un concluir sin discernimiento
ni convicción ni ciencia.
Si ante un ataque de nervios nos recomiendan una bolsa para controlar la respiración, este uso continuo de la mascaruela nos ha sedado y aletargado, nos ha hecho hedonistas del aire libre, suplicantes del contacto de una mano o una mejilla en nuestros labios o en nuestra mejilla. No sé cómo ha llevado el resto de la humanidad este período, pero debe reconocer que me ha arraigado en mis desafueros, no ha corregido mis excesos (incluso diría que los ha soliviantado), ha incrementado mi afán de estar y no solo ser, me ha hecho aún más introspectivo, pero con una extraña componente expositiva. Quizá, en el fondo, quiera vivir la soledad multitudinaria preconizada por Landero.
La milonga del ángel, interpretada por José María Gallardo del Rey (la obra es una gozada pero el arreglo de Gallardo es un prodigio).
Y, ahora, en
junio, ¿qué? Intuimos que con las vacunas ampliando su espectro de aplicación,
con la sorprendente escasa incidencia de las diferentes cepas y la contundente
eficiencia de aquellas, con la necesidad imperiosa de disfrutar de toda nuestra
libertad pero siendo conscientes de nuestra fragilidad, comenzaremos un nuevo
ciclo aproximándonos con precaución pero con decisión al monolito tal como
hicieron aquellos monos u homínidos de 2001, el fascinante libro de Arthur C.
Clark llevado, brillantemente, al cine por Stanley Kubrick. ¿Qué sorprendente
aprendizaje nos reportará esa aproximación? ¿Qué nueva perspectiva nos
aportará? Cambian las circunstancias y cambian las prioridades. Incluso los
introvertidos ansían participar de la nueva revolución relacional. Atisbo un
cierto hastío y una aún sutil declinación en las comunicaciones cibernéticas y
móviles. Queremos ver la tez real de la gente, no la pixelada imagen en un
monitor (por muy bueno que sea). Deseamos descodificar nuestras relaciones (sí,
me refiero a abandonar el saludo con los codos) para volver a dar un par de
ósculos a la persona que saludamos (vale, uno en Argentina). Cruzarte con
alguien y, sin motivo alguno salvo el ser un nuevo ser, sonreírle (cuánta
vigencia tiene el ojalá me mire aquella rubia al pasar de Loquillo en el
Rompeolas).
Siento que
ya no soy yo quien escribe, que un efluvio espirituoso y delirante se apodera
de los circuitos cerebrales que controlan mis dedos y estos, obsecuentes hasta
el delito, pulsan las teclas que esas enajenaciones oníricas consideran. Mi
espíritu, impelido por el aliento, choca contra la mascaruela y retorna a mi
ser corrupto y veleidoso, aquiescente y perezoso, rebelde y airoso, quebradizo
y angustioso. La liberación del apéndice nos planteará un dilema crucial pero
que, ante el nuevo cariz de las cosas, viviremos sin estridencias: ¿podremos
seguir amparándonos en algún anonimato para seguir muñendo una vida trasunta o
habremos de ser, por fin, sinceros en nuestro coexistir?
Dejé de ver
a San Juan hace muchos años. Un día, en la playa, me encontré con un amigo
común, Antonio. Hablamos de todo y me percaté de que eludía hablar de nuestro
colega de jaranas y joropos. Al final me lo dijo: murió hace varios años de una
neumonía. Una corriente helada discurrió por mi espalda. Un latigazo que no me
permitió responder. Antonio, con la presciencia que da la edad, esperó
pacientemente a que me rehiciese. Hablamos, entonces, un poco más de todo (para
no centrar la conversación en lo más doloroso) y yo recordé su segunda
enseñanza imprescindible: el presente no existe, cuando es ya es pasado y
cuando aún no es, es futuro. Una forma ambigua pero clara de decirme, Quique,
Carpe Diem.
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